Teruel, 31 de octubre de 1948, víspera de Todos los Santos, a las afueras…
No cabía un alma alrededor del puente. Pocas veces he visto semejante algarabía en este aburrido pueblo en el que es más difícil oír una risa que conseguir una gallina vieja que llevarse al caldero. Yo volvía de la siembra de invierno con los ojos llenos de polvo y pocas ganas de feria, pero mi primo me llamó y me acerqué. Por el río Alfambra habían empezado a bajar cosas raras: ropajes de colores brillantes, aros y juguetes de madera, hasta calabazas que veíamos impotentes cómo se nos escapaban. Todo flotaba, solo se hundía nuestra esperanza de agarrar alguno de los regalos que nos traía el río crecido. Cuando vimos aparecer el cadáver, enmudecimos de golpe; solo los niños siguieron jaleando los tesoros a su paso. El cuerpo, tan lozano todavía como un crisantemo recién cortado, se atascó en una de las pilastras del puente. Se había quedado llena de broza desde la última tormenta, que aquel verano infernal nos sorprendió a finales de septiembre. Menos mal, pensé después, si no los del carromato no hubieran llegado a tiempo. Hacía semanas que habían terminado las fiestas de los pueblos de alrededor. Los feriantes emigran al sur cada otoño en cuanto se despiertan una mañana cubiertos de escarcha, sin embargo, aquel año aguantaron muchas semanas durmiendo al raso al lado del cementerio viejo. La era pegada al camposanto abandonado no estaba nada resguardada y además, casi toda la gente del pueblo se ofendió porque no les parecía el mejor sitio para las juergas nocturnas de aquellos perdidos sin acristianar. Hasta aquella tarde, yo pensaba que les había entrado la pereza por el extraño bochorno que en pleno mes de octubre nos estaba volviendo a todos un poco locos.
Los niños se enfadaron mucho cuando los titiriteros que seguían rondando por el pueblo, llegaron con el carro a toda prisa, se metieron en el río desafiando a la corriente y se llevaron el cadáver. Se había acabado la fiesta.