Nadie se está dando cuenta en el bar, pero él no hace otra cosa que mirarse esas zapatillas, entre azuladas y verdes, con unas listas blancas, que practicamente le ha obligado su hija a ponerse. No se acostumbra. Siente los pies como atrapados, está incómodo.
Las plantas, endurecidas como el cuero a pesar de los muchos años, no se adaptan a ese tejido mullido, “¡con suela de aire!”, que le dice el nieto, todo enfervorecido. Su mujer, aún de mozos, le alababa esos pies tan bonitos, con los dedos uniformes, no como ahora, que están llenos de callos y durezas.
Y ahí está, aparentando que atiende a la partida de guiñote mientras sus pensamientos están en esta cosa del calzado, una cuita extraña que tiene que aguantar para no contrariar a la hija, que tiene mucho genio.
Y vuelve a la partida. Esta gente joven se complica mucho, no controla el juego del contrario y fía todo a los cantes mientras hablan de cosas varias cuando lo suyo es estar atentos al tapete, sin otras zarandajas. Qué vaya plan de vida se les viene encima, dicen. Que todo va a subir, que el pienso del ganado se pondrá imposible, que la gasolina, igual...todo son dramas.
Lo malo de envejecer es que a uno no le apura nada, recapacita mientras no le quita ojo al Sebastián, dispuesto a sacrificar el tres sin ton ni son. Que todo se pondrá caro, ja. Caro es lo que vivió él. Duras las pasó para críar cuatro hijos sin otro ingreso que el ganado, aquellas ovejas que le consumieron la vida y todos los domingos del mundo mientras las tierras le reclamaban también sus horas de tajo.
Ahora se apuran, cómo no se van a apurar. La gente se ha ablandado gracias a la buena vida: hay subvenciones por todos lados, los tractores llevan aire acondicionado, las granjas están automatizadas y el ganado, ay sus ovejas, están pastando al cuidado de pastores a sueldo de sus dueños. Porque pueden. Y como pueden no piensan que otros vivieron días de muchos apuros y siguieron adelante.
El sacrificio del tres, como preveía, ha sido inútil.