Se cumplen tres años de mi primera estancia en una de las tantas colas que se formaron ante establecimientos públicos de Teruel con motivo de la pandemia. Era sábado, con sol, muy parecido a los días actuales. Mis pensamientos entonces giraban alrededor de las incógnitas que se abrían y a los temores que a todos nos atribulaban. Qué tiempos.
Aquel 14 de marzo de 2020 en aquella cola donde aguardaba mi turno trataba de imaginarme cómo serían los días próximos, habida cuenta del periodo de confinamiento que se avecinaba y qué tipo de suerte iban a correr mis seres queridos más próximos. Lo normal, vamos, lo que pensaría mucha gente. Tres años después todavía me sigo preguntando cómo diablos es capaz el ser humano de asimilar pérdidas, dolores del alma, tragedias íntimas y tirar para adelante porque esto no para. Y la pandemia no es de las peores tragedia que ha vivido este país, qué va, pero ya está practicamente amortizada.
Por eso en días como hoy, tres años después de aquel sábado primaveral de marzo, uno hace recuento vivencial y qué diablos, sin haber sufrido daños importantes ni pérdidas irreparables, sí que quiero recordar a algunas de esas personas que probalmente aquel día que yo esperaba mi turno también ellas hacían lo propio, ajenas a lo que les iba a pasar.
Y me acuerdo más de ese médico que se fue en plena vorágine de casos, como se fueron tantos y en tan poco tiempo, sin que apenas le diera tiempo a ser consciente de lo que le pasaba. En él deposito mi prueba de supervivencia aleatoria, como lo son tantas cosas de la vida, sin merecer o desmerecer más que él la mala sombra que se lo llevó.
Porque hay una tendencia muy humana a olvidar lo desagradable, lo que asusta, quería hoy compartir mi recuerdo de esta víctima y realzarlo todavía más siendo plenamente consciente de que hubo otro caso muy similar al suyo que consiguió esquivar la guadaña y que bebe con mucha alegría sus días por él y por su colega y todos los que se fueron.