Volver a la ermita este verano ya no ha sido lo mismo. Hacía mucho tiempo que no podía acudir por todo lo que ha sucedido estos últimos años y tampoco está ya en situación de moverse por sí misma, el bajón físico ha sido tremendo. La cabecica, sin embargo, está bien, recuerda todo de forma clara, no se le escapa ningún parecido razonable de toda esa gente, la poca que ha acudido a la romería, todo sea dicho, que le rodea. La vida tiene esas cosas, que en los pueblos todos se conocen bien y saben de quién viene todo el mundo, y eso que ahora, después de tres años, los chicos ya son mocetones y les ha perdido la pista.
Una cosa está como siempre, la ermita de esa patrona a la que tantos rezos le ha dirigido durante toda su larga vida. Casi empezó de chiquilla, por obligación, porque su madre no permitió que faltase a una sola novena de aquellos meses de mayo que tan largos se hacían.
No ha cambiado gran cosa la ermita, no, si acaso a las puertas les hace falta una mano de pintura, pero las piedras del portón siguen igual de desgastadas, la de pasicos que habrán soportado. Otra cosa es la gente, esa sí que ha cambiado bastante. Hay mucho forastero, intuye, pero tampoco se atreve a considerarlo así porque los hijos y nietos de sus contemporáneos, todos aquellos que se marcharon a las ciudades, es posible que también estén ahora aquí. La misa, ah, la misa. Qué romances más extraños dice el cura, al que apenas oye por el bullicio que meten esos críos que corretean alrededor.
Sí ha cambiado también el ambiente de ese día vivido ya a lo largo de muchos años. Entonces podía seguirse la misa en relativo silencio, siempre había tiempo para dar un codazo a la compañera de banco y señalarle a la fulana de tal que había aparecido años después de separarse del marido. O la viuda de cual, que ha guardado el luto apenas un suspiro. Había más gente, entonces, confirma, pero no recuerda una mañana de agosto con tanto calor como esta.