Mi padre murió relativamente joven hace ya muchos años y de manera repentina. No necesitó por lo tanto los cuidados propios de las personas que llegan a edades avanzadas y que tanto esfuerzo requieren. Ha pasado el tiempo y no he borrado de mi mente el brillo de su mirada cuando estaba satisfecho por algún logro mío o cualquier obra o gesto que pudiera haberlo hecho feliz. Es el recuerdo eterno que me queda, los momentos de su alegría; las ventajas de la memoria selectiva, supongo.
Este bagaje personal y las múltiples incidencias que ya rodean a los progenitores de mis amigos y conocidos me llevan muy a menudo a revivir las sensaciones que acabo de comentar. Los mayores se están haciendo muy mayores y los problemas crecen. También crecen las residencias en modalidades de gestión y funcionamiento, pero hay algunas señales que apuntan una tendencia macabra: cada vez es más complicado y costoso ayudar a los abuelos -por utilizar un término coloquial- a sobrellevar la existencia. Complicado porque, aunque no sea constatable estadísticamente, cada vez cuesta más encontrar personal con cierta cualificación que quiera dedicarse a los cuidados de mayores, ya sea por el sueldo escaso o por la extrema dureza de la labor. Insisto, no hay estadísticas, pero sí constancia de ello a poco que uno pregunte.
Y hoy, cuando la eterna mirada de mi padre nada ni nadie me la puede arrebatar, siento un arrebato de compasión por todos aquellos que necesitan de otros brazos, profesionales o no, para vivir.
Y es que el Índice de Desarrollo de los Servicios Sociales 2022, publicado recientemente por el Gobierno de España, ya dibuja un horizonte pelín pesimista porque alerta del frenazo en el gasto, a la par que detecta un estancamiento en el número de plazas residenciales desde el año 2019.
Con todo esto, o se aumentan las retribuciones de los profesionales y se mejoran las condiciones de trabajo, o la asistencia a los mayores acabará convirtiéndose en un agujero negro que pasará a ser cotidiano si solo lo rodea el desdén.