Primero fue la escasez de oferta laboral, después la falta de oportunidades para formarse, luego las comunicaciones un tanto deficientes, después la carencia de viviendas habitables y ahora el temor a perder agentes de la Guardia Civil que garanticen un mínimo de seguridad en el medio rural. Ya he perdido la cuenta de las hipotéticas causas que lastran el crecimiento demográfico de Teruel y cuyo núcleo primigenio parece estar en eso que muchos entendidos de barra de bar catalogan de nulidad política a la hora de gestionar la cosa pública.
Como son muchos los años en los que se repiten estas cantinelas es muy posible que ya carezcan de poder de penetración social y se hayan quedado en mera teoría sociológica a desarrrollar por entendidos, expertos y administradores institucionales, sin resultado efectivo alguno, tal y como pinta el panorama.
Sin embargo, y sin restar ni pizca de razón a quienes escuadriñan los datos, la realidad es tozuda y la provincia se sigue desangrando demográficamente, pero creo que no tanto por las carencias sino por las pérdidas.
Siempre he pensado, porque soy de aquí y salvo unos años siempre he vivido aquí, que a esta tierra solo la podría poner en órbita y sacarla de la tónica secular de apuro permanente algo parecido a una aparición mariana de repercusión mundial, por ejemplo, o un hecho de características similares que rompiera con todo lo que llevamos conocido.
En Teruel, donde siempre pintaron bastos a poco que uno hurgue en la historia y se deje de falsas elucubraciones sobre lo idílico que fue vivir en el pasado, las cosas sí han cambiado a mejor si te vas veinte años atrás, por poner un plazo clarificador. Se vive aceptablemente bien si se tiene experiencia previas en otros lugares, pero te tiene que gustar vivir aquí, así de fácil y sencillo, una cuestión de gustos, de modelos de vida. Y si lo esencial está en las preferencias de cada cual, sí es necesario no perder servicios esenciales, un peligro ya presente y una amenaza que también parece constante.