Me crucé con ella por última vez, creo, en el pasillo. No, espera, debió ser en la cocina, lugar donde nos habíamos visto prácticamente a diario durante los últimos siete años. Sin roces, sin miradas. Y yo que creía que no podría vivir sin ella…
Se había generado entre nosotras una relación de tal dependencia que, si lo miro con perspectiva, rayaba la toxicidad. Recuerdo estar en algún aeropuerto, después de un viaje de varios días y no dejar de pensar en volver con ella. En cómo iba a ser. Si se iba a sentir abrumada por mis exigencias o si el mal tiempo dificultaría las condiciones de un reencuentro cargado de la ansiedad que produce la propia necesidad.
Porque sí: yo la necesitaba. De tanto en tanto intentaba enrocarme en posiciones de fuerza y superioridad para que ella no se viniera arriba, pero lo cierto es que yo dependía de ella y de cómo le influían los cambios de tiempo mucho más de lo que me gustaba reconocer. Sí: lo nuestro no era saludable.
A veces, incluso, me levantaba a medianoche o al despuntar el alba e iba a comprobar si todo estaba en orden. Tenía sus rarezas y su concepto del tiempo era muy distinto al mío o al del reloj atómico. El último minuto se eternizaba. Por no hablar de lo que le costaba abrirse.
Sí. Era una relación tan estrecha y adictiva que dejaba adivinar que no iba a tener un final sencillo ni amable. Lo que nunca hubiera esperado, al menos en mí, es la indiferencia, la frialdad en la despedida. Y mi capacidad de olvido.
Apenas han pasado 24 horas desde que se marchó y ya no recuerdo si era verde, azul o rojo el color de los mensajes que me hacía llegar. Tampoco recuerdo esos sonidos que me ponían inmediatamente en alerta cada vez que ella me necesitaba. De hecho, el final de la relación ha sido tan frío que ni siquiera oí su último estertor. Me tuvieron que contar que, en lo que fue su último centrifugado, el ruido del tambor saliéndose del eje pronosticaba lo peor. Siete años después, una nueva lavadora, reluciente y con display azul ha ocupado su lugar y, sin mirar atrás, la otra salió de mi vida. Quiero decir, de mi cocina.