El día no empezaba bien. Recibo una respuesta apresurada, que adivino desganada de un remitente que habitualmente proporciona aliento y cariño. Una señal nada más. Pero la intuición avisaba de la amenaza de ruina. Quien sitúo el peor día del año en un lunes de enero infravaloró las dotes de septiembre a la hora de desfondar en todas sus acepciones: física, laboral y económicamente es un mes que puede ponerse muy cuesta arriba.
Y aunque el otoño sólo se intuya en los ramalazos de DANA y en algún momento de alivio térmico, encima te levantas de noche y empieza a peligrar el acabar la jornada de día. De hecho, poco rato después de ese amanecer tardío llegaba el primer traspiés real, libre de imaginaciones, de la jornada.
En formato error, de esos que duelen porque te ponen delante una realidad flagrante: no se puede con todo. Y eso sólo ha sido lo primero. Luego, todo en consonancia. Cuando el día se cruza, se cruza. Ya lo decía mi madre “quien mucho abarca, poco aprieta”. Qué razón tenía. Y cómo he echado de menos esta tarde no poder llamarla para que apenas me dejara hablar mientras me daba el parte médico de familiares, amigos y conocidos. Conversaciones eternas con contenido prescindible, prácticamente calcado día tras día, servían para corroborar que el mundo seguía girando en el mismo sentido. Que, entre achaques, todo iba según lo previsto. Era oír, sin precisar escuchar, que la vida seguía al otro lado.
Ahora esa ausencia se transforma en inseguridad, en inquietud. La cruel certeza de que nada es seguro, de que la eternidad solo es un concepto abstracto que proporciona vago consuelo ante la finitud que rige la existencia.
Y es que hay días en los que se echa en falta lo cotidiano, lo familiar, lo que proporciona cobijo y seguridad. Movidos por olas de obligaciones, en mareas de estrés ascendente, qué bien sienta esa charla intrascendente detrás de la que hay kilos de comprensión y empatía. Esa risa absurda ante cualquier tontería que reactiva los músculos de la sonrisa y de forma instantánea levanta el ánimo. Esos bálsamos de quienes nos quieren y que nos recuerdan que, aunque siempre hay algo, alguien a quien echar de menos, siempre queda algo, alguien que hace que valga la pena la travesía de los días malos.