La actualidad me provoca, pico, y decido retrasar la columna que tenía prevista para dedicarle este espacio a todo un personaje, que fallecía a los 96 años, del que se va a hablar largo y tendido estos días, y que es la Reina con mayúsculas. Isabel II de Inglaterra, de profesión, reina. 70 años en el cargo, mucho más tiempo que cualquier mortal en su puesto de trabajo. Esta circunstancia ya es admirable per sé. Qué capacidad, madre mía. Aunque la que me parece aún más extraordinaria es la de su silencio. Todo este tiempo sin opinar de absolutamente nada, al menos de puertas para afuera de palacio. Realmente ha sido una vida dedicada a su reino. Ha sido una espectadora y en ocasiones, protagonista, de momentos históricos que han marcado el devenir del mundo que conocemos y ahí seguía, con el mismo rictus, postura, el mismo peinado y sempiterno bolso. Y sin duda, con autoridad inquebrantable. Porque no cabe duda, y lo veremos en los actos de despedida que le dediquen, que esta Reina se ganó el respeto y mandó en plaza. Mucho. Y su pueblo la quiere.
Yo ni mucho menos la quería, pero reconozco que me acercó mucho a su persona la serie de Netflix The Crown. Se la recomiendo. Con la serie, que devoré, tomé conciencia de que Isabel llevaba ahí toda la vida, mandando sobre personajes que ya formaban parte del pasado. A ratos envidié su atalaya, no por lo monárquico, pero sí por poder asistir a tantos acontecimientos, pero sobre todo me conmovió su capacidad de mantener el silencio que, dicen, es lo que la encumbró. Mantenerse siempre neutral. Qué duro, y de ahí mi respeto, no expresar lo que piensas, y lo que sientes, debió ser muy triste. Como lo debió ser no poder decidir su destino, el camino que le hubiera gustado recorrer. Aunque me quedé con la sensación de que fue una mujer fuerte e inteligente. Se merece el reconocimiento de su pueblo pues esa postura, seguro, supuso unidad y falta de conflicto en muchas ocasiones. Otra cosa es los tres días de luto, ridículos, ocurrencia de Ayuso.