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Camino Ibarz

Qué importantes y cuánto bien hacen según qué rituales. El de celebrar las bodas de Isabel y Diego es uno de ellos en mi vida desde hace 12 años, compartido con personas muy queridas. Esta edición ha sido distinta, en marzo, hemos estado pasadas por agua y ha sido menos multitudinaria, menos participativa, pero necesaria y esperada. Había ganas, necesidad de cierta normalidad festiva. Quienes las hayan vivido por primera vez se habrán sorprendido gratamente, aunque la ciudad no estaba al cien por cien entregada a los festejos. A pesar de ello Teruel, sus vecinos y vecinas y todas las personas que se involucran en esta fiesta y en la representación, no defraudan.

Explicaba el otro día a un amigo madrileño y a su mujer cómo es volver al medievo en Teruel y lo bien que le sienta el frío de febrero a esta fiesta, donde el fuego se hace protagonista a la fuerza. Cómo muchísimos turolenses viven en la calle estos días acogiendo con los brazos abiertos a quienes nos visitan.

Compartiendo viandas, conversación y orgullo de un patrimonio histórico que engalana y llena de jolgorio las calles una vez al año en pleno invierno. Conforme le contaba las diferencias que iban a encontrar en esta ocasión me di cuenta de que, para mí, en realidad, cada medieval es igual, es un poco como un ritual que nos empeñamos en mantener y este año también lo ha sido.

Mis amigas y yo repetimos un programa que, con leves alteraciones, nos hace disfrutar y por qué no decirlo, muy felices. Una felicidad que se queda grabada.

Es como si los buenos ratos pasados en bodas se fueran acumulando, edición tras edición, cargando una batería de buenos momentos a la que poder recurrir en horas bajas.

La incógnita de si cabremos o no en el traje, decidir, otra vez, que el próximo año iremos de guerreras y no cumplirlo; bailar horas y horas el mismo disco en la fonda del Tozal; hacernos un hueco en el bar Teruel (donde comprobamos que el tiempo pasa inexorablemente); gritar a pleno pulmón “Isabel, sólo un beso, Isabel”; la visita de rigor a Juanjo, Lucía y su maravillosa familia; besarnos como si no hubiera un mañana tras la Oda a los Amantes, deseando que el año próximo se repita este ritual para reforzar afectos y cargar pilas.

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