En cierta ocasión, le preguntaron a Orson Welles por el nombre de sus tres directores favoritos y él respondió sin titubear: “John Ford, John Ford y John Ford”. Por si no fuera suficiente muestra de admiración, el director de Ciudadano Kane confesaba haber aprendido a rodar películas viendo La diligencia más de 40 veces.
El pasado 31 de agosto se cumplían 50 años del fallecimiento del que, tal vez, sea el cineasta más importante del séptimo arte. John Martin Aloysius Feeney, autobautizado como John Ford, fue un autor sincero que huía de la arrogancia y el oropel de Hollywood, y se quitaba importancia a sí mismo presentándose como un simple director de películas del oeste. Bebedor, tuerto, de carácter áspero y sentimental, fue ante todo un romántico empedernido capaz de llenar de emoción la pantalla sin caer en la sensiblería, de mostrar la tragedia humana sin dejar de lado el sentido del humor. François Truffaut dijo de él que era “de esos artistas que nunca pronuncian la palabra arte, y de esos poetas que no hablan nunca de poesía”. Su cine tiene el sabor nostálgico de las sesiones de tarde de la infancia, es clásico y a la vez terriblemente moderno; nadie como él ha trasladado al celuloide los cielos infinitos y la belleza de los espacios abiertos. Es la reencarnación de Homero con parche en el ojo y tabaco de mascar en la boca, un narrador de grandes gestas con vocación de artista popular.
Resulta osado dedicar siquiera unas pocas líneas al responsable de Centauros del desierto cuando expertos e historiadores del cine ya han vertido ríos de tinta sobre su obra y personalidad. A mi lado, sobre la mesa, se amontonan decenas de libros y revistas dedicados a analizar cada detalle de la filmografía del maestro. De entre ellos, destaco un volumen firmado por otro fantástico director y cinéfilo incansable, Peter Bogdanovich. Con el sobrio título John Ford, el realizador de La última película disecciona buena parte del legado fordiano a través de una entrevista amena y exhaustiva que ningún fanático del cineasta debería pasar por alto.
Su influencia en el cine contemporáneo es incontestable; Martin Scorsese o Clint Eastwood se consideran herederos de las enseñanzas de Ford. En la reciente Los Fabelman, Steven Spielberg recrea un episodio de su vida personal que marcó definitivamente su futuro profesional. Es hermoso ver a otro gran director, David Lynch, poniéndose en la piel del legendario autor de Fort Apache y aconsejar a un joven aspirante a cineasta sobre la importancia de crear planos interesantes. Años atrás, Spielberg ya le había homenajeado en una escena de E.T. el extraterrestre al recrear el famoso beso bajo la lluvia de John Wayne y Maureen O’Hara en El hombre tranquilo.
La obra de John Ford es inagotable. Más allá de sus títulos míticos se esconden, bajo capas de temible ignorancia, un buen puñado de cintas igualmente valiosas. Hay vida más allá de las inevitables (e imprescindibles) El hombre que mató a Liberty Valance o La legión invencible. Les recomiendo recuperar otras joyas del muestrario fordiano como El sol siempre brilla en Kentucky, La ruta del tabaco o Escrito bajo el sol para confirmar la grandeza de su creador y desechar de un plumazo su consideración de films menores.
Siempre es buen momento para recordar a los maestros. Ford fue un narrador irrepetible capaz de capturar las emociones y los sentimientos más complejos de la manera más sencilla, sin alardes, sin artificios, simplemente colocando la cámara a la altura del corazón.