Hace apenas unos días finalizaron las exhumaciones en Colmenar Viejo. Hallaron 11 cuerpos de los 108 que fusilaron y enterraron en una fosa común. Fueron asesinados en 1939. De ellos, los que decidieron confesarse antes del tiro de pistola tuvieron la fortuna de ser sepultados en una fosa abierta bajo un pasillo del cementerio, entre las tumbas cristianas; y a los que eran asesinados en pecado, les hacinaban en una fosa común fuera del camposanto.
Esta noticia solo ha aparecido, brevemente, en un par de medios locales y otros tantos que se hacen llamar independientes. Somos muchos los que pedimos, año tras año, que estos acontecimientos tengan más repercusión, que se recupere la dignidad de las miles de personas que murieron asesinadas a manos del fascismo y que la reconstrucción de nuestro pasado más horroroso aparezca en las portadas de los medios de comunicación.
Es cierto que nunca llegaremos a ser del todo conscientes de que hace 85 años iban a buscarte a tu casa, te sacaban a patadas y sin haberte podido despedir de tu familia, te ponían contra el paredón y disparaban el gatillo con la justificación de que pertenecías a la España del mal. Ya es tarde y esto nunca lo llegaremos a comprender. Pero, quizás, si recuperamos los cadáveres, podamos escuchar a los huesos, porque los huesos también hablan y con las exhumaciones se pone fin a ese negacionismo imperante de que la dictadura hay que borrarla de las memorias de los españoles y así, aquí no ha pasado nada.
De estos 108 fusilados de Colmenar, todavía se conservan sus nombres y tras ellos, sus cráneos, manos, y extremidades que yacen abandonados y ocultos desde hace más de 80 años. Y entonces, me acordé de los otros 1.000 asesinados que permanecen ocultos bajo tierra en los Pozos de Caudé y de los que no sabemos lo que esconden sus huesos; es ahí donde nos falta esa verdad que expresaba Azaña. La que hablaba de “esa parte del relato que nos falta para completar la historia de este país; lo que realmente pasó a partir del golpe de Estado de julio de 1936”.