Cantaba Giorgio Gaber en 1992: “Alguno era comunista porque Berlinguer era buena persona”. Y pensé: ¿Cuántos somos hoy quienes somos por haber seguido a “buenas personas”?
Hace dos años que murió Julio Anguita y, en uno de los muchos obituarios que le escribieron, relataban su infancia en Córdoba.
Anguita, nacido en el seno de una familia de militares adeptos al régimen y educado en una escuela del nacional-catolicismo, siempre se sintió más atraído por la vida popular, los bailes callejeros y la solidaridad de clase. Todo esto, quizás, fue porque en esa escuela, varios de sus maestros fueron republicanos supervivientes a la purga franquista.
Ya de adulto, fue Anguita quien se convirtió en profeta para unos cuantos que vieron en él a una izquierda que no se dejaba encantar por la alfombra y el neón de la capital. Más allá de los partidos, si de algo nos podemos sentir orgullosos en este país es de tener a muchos Anguitas. Y no me refiero al terreno político, sino a todas las personas que reniegan de su posición de poder y se acuerdan de sus comienzos.
Vivimos en un país de títulos, donde los jóvenes tenemos el currículum como biografía de Instagram, y en este camino de cargar con los méritos a cuestas, uno se da cuenta de que lo único que ha valido la pena son las personas que han querido ser nuestros maestros. Porque uno, a lo largo de su vida, se cruza con muchos profesores, pero con pocos maestros.
Maestro es el docente que te dice que una nota no determina tu valía como persona, el trabajador que integra al becario en el equipo, el profesional que sabe que, enseñando a alguien, él no gana nada, pero está dándole alas al principiante.
Maestro es quien tiene el coraje de decir “no” a las jerarquías, a los que saben que siempre hay algo que aprender, incluso de los eslabones más bajos.
Maestro es el que se mancha las manos, y en esta palabra siempre estará el nombre de Julio Anguita porque supo llegar a lo más alto viviendo con los de abajo.