A veces uno tiene la tentación de parar, de dejar que la vida le rebase, como un río ya calmado después de la tormenta. El agua, como la vida, no le hará daño, pero tampoco le limpiará las heridas. Si no lo ha hecho antes, probablemente piense que cumplidos los cincuenta es un buen momento para detenerse. Nadie espera ya que asciendas en el trabajo; te dispensan la costumbre y la sospecha del fracaso, siempre al acecho. Te ves al margen del destino de los otros, que si no lo amansaron ya, qué esperan que hagas tú. En resumen, uno, a los cincuenta, cree haberse ganado por fin el privilegio de deslizarse suavemente entre los días, por lo menos hasta que la salud te recuerde que ya venció el crédito de una existencia en calma.
Pero, afortunadamente, a los cincuenta, uno no aprende a mentir si no lo hizo antes, y menos a sí mismo; requiere poco esfuerzo, pero bastante práctica. Y digo, por fortuna, porque, aunque a menudo lo niegues, bien sabes cuántas personas hay en la barca de la que tú tiras, cuántas pasan las tormentas en el refugio en el que cuidas del fuego, cuántas viven, y no digo existen, digo viven, porque tu fuerza y tu alegría las alienta. Las dudas que te asaltan los días de galerna no son debilidades, son las velas que cambia el marino cuando vira el viento. No te asustes si arrecia. De la tormenta no saldrás herido, confía en Murakami, saldrás distinto.
Hincha los pulmones y admite complacido que no podrías parar aunque quisieras, aunque a veces oigas voces que intenten convencerte de que sí quieres. No sabrías dónde amarrar el bote ni te gustaría que nadie más adelantara la leña antes de que se apagara el fuego.
Te encontré un domingo zambullido en la corriente brava, braceando, maldiciendo y riendo al mismo tiempo. Desde ese día procuro nadar siempre contigo; así aprendí a quererte. Pero a veces, cansada, me agarro al cabo de tu barca y me repongo en tu refugio. Al llegar la noche, ya en la orilla, te miro mientras te secas y como diría Karmelo Iribarren, no sé a quién darle las gracias.
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