Texto de Fabiola Hernández / Fotografía de Covi Galeote Mayor
La miró durante casi quince minutos antes de disparar. Sabía que, pasara lo que pasara después, no volvería a verla. Había regresado a Tanzania en un último intento por salvar su matrimonio, una relación que como los manantiales africanos, prometió darle la vida cuando se topó con ella, pero que en realidad nunca pudo beber por miedo a que los seres invisibles que la contaminaban lo devoraran.
La reserva Selous había sido su refugio muchas veces, sin embargo, el día que conoció a Najat, se transformó en otra cosa. Uno no puede compartir su escondite, porque ya nunca vuelve a serlo. Entonces no le dio demasiada importancia. Después se dio cuenta de que no se puede empezar una relación cediendo lo más preciado de ti mismo.
El del Najat, era el segundo matrimonio para Ismael y a esas alturas, su última apuesta por un ser humano. Cuando se conocieron, hacía tres años, él era un cazador empeñado en desengancharse de la adrenalina de la pólvora, y ella, una guía turística convencida de que la belleza de su tierra era el antídoto perfecto contra cualquier veneno que la civilización occidental hubiera inoculado a sus pobres víctimas. Él pensó que un safari fotográfico era la forma perfecta de admirar la infinita belleza de los animales de la sabana sin causarles daño y ella, que las fantásticas rutas que organizaba en Selous salvaban la vida de muchos animales y más hombres. No se habían separado desde que coincidieron en el todoterreno que encabezaba la expedición hacia el río Rufiji y, sin embargo, tres años después, a él le parecía imposible estar más lejos de alguien. La mujer que lo deslumbró dirigiendo con una pericia envidiable un convoy de cincuenta personas dispuestas a hacerlo fracasar solo por el hecho de demostrar su superioridad, se apagó fuera de la sabana como como una antorcha a la que se le escapa el aceite mientras pelea por seguir ardiendo.
La primera vez que cruzaron la mirada, sintió algo diferente a cualquier emoción que hubiera experimentado antes. Habían pasado tres años, pero la reconoció nada más verla. Aun así, quiso que el guía que había contratado le confirmara que la cría de la que se había enamorado en la expedición que organizó Najat, era la joven hembra que tenía a tiro esa tarde. Le sobraba tiempo para decidir si dispararía. Era su leona y su momento. Y esta vez no quería regalárselo a nadie.
Había vuelto con su mujer a la reserva Selous por recomendación de su terapeuta, aunque llamarla así le parecía ridículo incluso en sus pensamientos. Su consejera matrimonial era la única amiga que Najat había hecho en Hong Kong, motivo por el que debería haberse negado a tratarlos, y además estaba convencida de que cualquier relación sanaba con dosis extra de romanticismo pautadas convenientemente, razón por la que tendría que dedicarse a cualquier otra cosa. Todo el mundo tenía derecho a dejarse embaucar por los atardeceres de la sabana, siempre que fuera consciente de las mentiras que susurraban cuando la oscuridad los doblegaba, pero nadie debería animar a otro a que las creyera. Tres años después, se preguntaba si eso fue lo que pasó, si llegó a Tanzania con tantas ganas de cambiar de vida que se hubiera entregado a cualquiera que le acogiera en aquel lugar recóndito no contaminado por la realidad.
Cuando decidió dejarlo todo atrás, tenía tanto dinero y tantos enemigos que el sentido común le aconsejaba buscarse otro mundo, porque por muy lejos que huyera, nunca se sentiría seguro en el suyo. Así lo hizo, Ismael era ante todo un hombre práctico. Abrió un mapamundi en la mesa del lujoso salón de su casa de Madrid e inmediatamente recordó que a poco más de siete horas de vuelo existía otro universo. Vendió sus pisos, escondió convenientemente gran parte de su capital y se largó a África sin advertírselo ni siquiera a su madre, la única familia que le quedaba y que tantas veces lo había mantenido a flote. En ese momento creía que huía de sicarios de los que no podría ocultarse en Europa. Mientras permanecía escondido, Najat le obligó a ver todas y cada una de las realidades de las que estaba escapando. No se lo había perdonado.
Mientras miraba a los ojos a aquella criatura perfecta que rugía con una dulzura que parecía apelarle, recordó su primera gran pelea con Najat. Tardó meses en conseguir que su mujer estallara, pero al final lo consiguió. Una noche, se la encontró de espaldas al gran ventanal de su piso de Hong Kong, despreciando el espectacular lienzo de luz que tenía detrás. Le pareció el momento perfecto para reprocharle su tacaña apreciación de la belleza, su asfixiante sentido de la justicia y su falta de fortaleza para cumplir las promesas que le había hecho en el Selous. Fue el momento perfecto para empezar a administrar el veneno que mataría su relación. En realidad, la quería ver morir donde empezó. Que su terapeuta les recomendará volver a lugar donde se enamoraron, le allanó el camino.
Tenía dos formas de matarla: volver a desaparecer o acabar con la vida de aquella leona cuando nadie lo viera. No solían investigar la caza furtiva, o por lo menos, no lo suficiente como para destapar el soborno que él estaba dispuesto a pagar.
El guía que lo había llevado hasta allí estaba empezando a impacientarse. Era imposible que adivinara que Ismael no era un furtivo más de los muchos a los que acompañaba cada temporada No había buscado a aquella leona, pensó el cazador. Se la había encontrado como una señal del destino para volver a cambiar el rumbo de su vida. Miró a través de su mirilla y vio el rostro de Najat; como si la conciencia de la Tierra se hubiera materializado para rogarle que no lo hiciera. El sudor se le empezó a escurrir hasta los ojos y le nubló la mirada. El corazón le latía en las sienes, el aliento y la saliva se le amontonaban en la garganta y la figura de su mujer se le antojaba cada vez más real. Antes de que el guía le apremiara, se metió la mano en uno de los bolsillos de su chaleco y sacó una fina funda de terciopelo en la que guardaba la vieja Leika que Najat le regaló en su primer aniversario. Se secó los ojos, cargó el carrete, apuntó y disparó.
* Fabiola Hernández (Teruel, 1973). Periodista (editora de informativos de ATV) Publicó en 2019 su primera novela, Los Protegidos de Modimo (Clickediciones, Grupo Planeta) y en 2020, ¿A quién esperaba Carlota March? con la misma editorial.
* Covi Galeote Mayor. Trabaja en banca pero tiene entre sus aficiones la fotografía inculcada por su padre y que ha transmitido a su hija. La música, el folclore, el deporte, el teatro, la pintura, las artes en general son su pasión.