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Ten cuidado, hijo mío Ten cuidado, hijo mío

Ten cuidado, hijo mío

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Víctor Guiu

La pobre murió acompañada de su marido y sus hijos. Los últimos meses habían sido demasiado intensos y tristes. Los dolores no le dejaban casi moverse y la medicación la dejaba drogada y sin ganas de hacer nada. Murió el año de la pandemia, lo cual hizo que se pegara medio año citándose por teléfono. Hasta que insistimos, en algún momento que no recuerdo y que tampoco creo que cambiase el destino. Lo mismo con determinadas pruebas relativamente urgentes. Te llaman y, si no contestas, que pase el siguiente. Y para eso no hacen falta pandemias de por medio. Otro día hablamos de algunos aplausos.

Era un cuerpo pequeño. Se había quedado en los huesos y no sonreía, salvo que le pusieras algunos vídeos de Manuel y de Lucía. Nos pidió que no quería morirse sin verlos por última vez, pero ni eso pudo ser. Quién iba a pensar que de aquella cita para darnos las pautas de los paliativos no iba a salir nunca más. Allí se nos quedó pendiente la pequeña despedida íntima que queríamos hacer con sus nietos. Ni sus hermanos pudieron acudir al hospital, con lo que son ellos para estas cosas. 

A los dos días del ingreso ya no podía levantarse y la sedación se hacía cada vez más necesaria. Con tanta droga solía delirar. Se acordaba de cuando la cabra se le bebió el mosto a mi abuelo y murió reventada y borracha como una cuba. O cuando su quinto el Capachín le estiraba de los pelos en la escuela cuando era una niña. Yo le cantaba algo de vez en cuando. Una jotica por “lo bajini”. O le ponía a Los Brincos en el móvil. Creía que así se tranquilizaba un poco y soñaba.

En uno de sus últimos momentos de lucidez le dije que me tenía que ir a Híjar a trabajar. Ella me miró y sonrió. Solo me dijo, con una voz que se apagaba: “Ten cuidadico, hijo mío”.

Me pegué toda mi vida escuchando aquella frase y  contándole lo mínimo posible. Y menos mal, porque era muy sentida. Siempre leyó lo que escribía cuando ya estaba publicado. Ahora, casi un año después, me gustaría contarle que me llamaron el Chema y la Cruz para escribir en el Diario. Le contaría quiénes son y le guardaría los recortes del periódico. Ella se pondría seria y me diría: “Para cuenta con lo que escribes. Ten cuidado, hijo mío”.

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