Ocultamos los días en la indiferencia. Cinco piezas de fruta y verdura, media caña y un cortao. ¿Somos lo que comemos? ¿Somos lo que respondemos? ¿Somos lo que leemos? ¿Somos lo que callamos?
Alrededor desvestimos el día esperando otra mañana. Semana tras semana hibernamos como un oso investido de santa pereza.
Detrás nuestro no hay gran cosa. Algún hijo, si lo dejas, y tampoco aseguramos descendencia cultural ninguna, más allá de los intereses del yoismo. Libertad para decidir más allá de la nada. Reyes de la inopia con corona de cartón.
Desmontamos, uno a uno, los minutos de la última hora. Prefiero tomarme un café antes de la siesta. Mañana será otro día, el ayer de pasado mañana. Y volver a escribir las tareas pendientes será a lo que más pueda llegar. Te vas a estrellar igualmente, melón.
Dos horas de redes sociales y me pongo. Espera, espera. Un poquico más. Mira lo que me han pasado. Jaja. Jojo. Jiji. Setecientos cincuenta mensajes después. Al final me ha cundido la tarde. Igual, hago, más pronto que tarde… Florituras de entretiempo. Pesadez, párpados caídos entre página y página.
Tras el calendario de pared vendrá otro más solvente, más estirado, con propósito. Inflamo la llama de la vagancia absoluta. Otro día sin vender una escoba. Sobreprotección acentuada de mi propia desidia.
¿Quién nos marca el camino? ¿A dónde se dirigen nuestras fotos? ¿Hacia dónde irán los besos que pedimos? ¿Cuándo volverán las oscuras golondrinas?
Lo que nos importará. Me visto y desvisto tantas veces como días y los años me harán sombra hasta la muerte.
La última vez que te miré al espejo no me gustó demasiado. Nadie recibe lo que da, ni da lo que debería recibir.
Nunca cambiará el mundo, más allá de un punto y coma en un almuerzo entre amigos.
Y como uno más me entrego, me doy media vuelta… y duermo.