Cualquiera que lea esta columna podría citar de carrerilla cuatro o cinco (o muchísimos más) problemas que, en mayor o menor medida, le atormentan cada mañana cuando abre los ojos o cada noche antes de dormir.
Imaginemos que una persona está preocupada porque en su empresa se barruntan despidos, aunque son solo especulaciones a la hora del café; porque el coche le hace un ruido raro y va justo de dinero; porque su hija pequeña no aprueba ni a la de tres y porque le empieza a molestar una muela y se caga de miedo solo con pensar en el dentista.
Esa persona lleva el coche al taller y le dicen que el arreglo son cuatro pesetas. Bien, problema resuelto. Varias noches imaginando de dónde sacar la pasta y al final no ha sido necesario.
El problema dos desaparece y el tres, lo de la zoquete de su hija, pasa al dos. El lugar ocupado por el problema tres lo asume el cuatro y, de repente, aparece otro: te fatigas demasiado al andar.
Y así pasamos la vida: sorteando problema tras problema. Y si de repente tenemos uno que eclipsa a todos los demás, que dinamita la lista y se convierte en nuestra única preocupación, centramos ahí nuestros esfuerzos y soñamos con el momento de poder arreglarlo.
¿Y saben lo que pasa cuándo lo hacemos? El problemón desaparece y reaparece la lista y otros problemas, aunque sean infinitamente más pequeños, ocupan nuestras mentes y nos asaltan.
Que no es que me quiera poner trascendental, pero a mi edad ya he descubierto que siempre habrá algo-alguien que nos atormentará. Algo-alguien que nos quitará el sueño o nos amargará el desayuno mientras pensamos cómo arreglar el desaguisado.
Y no es que quiera ser un charlatán de la autoayuda, pero muchas veces en nuestras vidas el pragmatismo nos hace libres. Ya saben eso de: Tengo un problema / ¿Hay solución? / No / Me olvido del problema. Lo digo por animarles en esta vuelta a la realidad después del verano que seguro está llena de problemas y preocupaciones (o no).