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Pajaricos Pajaricos
Uge Fuertes Sanz

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Texto de Elena Gómez / Fotografía de Uge Fuertes
 

A pesar de la dureza del invierno, a Pajarico le gustaba vivir en el pueblo todo el año. Los cielos abiertos, la naturaleza y la comida con sabor auténtico eran cosas de las que él podía disfrutar en todo momento. Durante la época más fría del año, el mayor entretenimiento de Pajarico eran los peregrinos. Llegaban en tropel con la caída de las últimas hojas, acampaban en la laguna que había cerca del pueblo y apenas se relacionaban con los vecinos. Pero, de vez en cuando, visitaban la población y a Pajarico le encantaba correr por las calles al grito de "¡Ya llegan, ya llegan!" cuando los veía acercarse por la carretera.

La visita de estos viajeros causaba mucha curiosidad al pequeño y, aunque lo tenía prohibido, en ocasiones se escapaba a la laguna para observar a aquel grupo tan distinto a sus paisanos. Los viajeros eran altos y elegantes, vestían largos trajes blancos y negros, y hablaban un idioma diferente. Bailaban y cantaban dentro y fuera del agua, creando preciosas coreografías con sus figuras estilizadas, e incluso su comida parecía diferente. Pero Pajarico nunca se atrevía a entablar conversación con ellos, los observaba de lejos con una mezcla de temor y extrañeza.

Pero lo mejor era la primavera y el verano. Su amiga Nina regresaba con el buen tiempo y llegaba siempre algo débil y paliducha después del largo trayecto. Así que Pajarico, feliz de volver a tener compañía, se encargaba de esporrinarla mediante juegos y carreras al aire libre, y llevándole algunas viandas que le ayudaba a preparar su abuela. A ambos les encantaba el período estival, en el que el pueblo se llenaba de ruido y algarabía. Revoloteaban de acá para allá por calles y callejuelas, incordiando a todos durante la siesta. Se remojaban en la fuente o el lavadero durante las horas de más calor y se escondían en el campanario para hacer rabiar a sus mayores. Subían a los árboles, comían fruta madura, se tumbaban al sol cuando caían rendidos y cazaban bichos entre la hierba. No recordarían en toda su vida momentos más felices, la tranquilidad los acompañaban durante aquellos días en los que el tiempo parecía detenerse.

Por las noches, la abuela de Pajarico los convocaba en la puerta de casa y, bajo la luz de la luna y las estrellas, les contaba historias de los antiguos habitantes de aquellas tierras. Las leyendas del lugar narraban que, hacía mucho tiempo, todas las casas del pueblo estuvieron ocupadas por gigantes:

"Eran unos seres de aspecto terrorífico, con la piel blanquecina, los ojos muy juntos y una boca llena de dientes. Aquellos gigantes no respetaban su entorno y transformaban el paisaje con extraños artilugios. Pero, aunque a veces se comían a alguno de los nuestros, la convivencia era pacífica y cada uno iba a lo suyo. Hasta que un día empezaron a desaparecer, nadie se explica el porqué, pero pronto no quedó ninguno en el pueblo y alrededores. Y fue así como pudimos quedarnos con sus casas y vivir más seguros y tranquilos".

Pajarico temblaba de miedo con estos cuentos, estaba seguro de que eran invenciones de su abuela y, sin embargo, tenía constantes pesadillas en las que se daba de bruces con un gigante que lo perseguía por todos los rincones del pueblo. A veces se preguntaba si los peregrinos del invierno estarían emparentados con aquellos engendros que copaban sus sueños.

Aquel sofocante verano, en el que parecía discurrir todo como estaba previsto, ocurrieron algunos hechos que cambiarían para siempre la vida de Pajarico. El primer suceso extraño se dio cuando más apretaba el calor, todo el mundo se alteró y quiso ir a la laguna al correr la noticia de la llegada de unos nuevos visitantes. Allí comprobaron que estos individuos tenían un aspecto parecido a los de siempre, pero lucían unos preciosos vestidos de color rosa. Eran muy llamativos, quizá algo más feos que los otros, y parecían de otro planeta. El revuelo en el pueblo fue generalizado y, aunque el grupo era pacífico, los más viejos del lugar pensaron que aquello era un mal augurio.

Y así fue. Una semana después, aparecieron los gigantes. Vinieron dentro de unas máquinas atronadoras que se desplazaban por la maltrecha carretera haciendo un ruido ensordecedor. Pajarico, asustado, se escondió bajo las faldas de su abuela mientras aquellos monstruos comenzaron a ocupar las casas, expulsando de malas maneras a los lugareños, y a llenarlas de raros y estridentes aparatos. Se convocó una reunión urgente al pie de la torre del campanario, había que atender a los que se habían quedado sin hogar y se debían tomar decisiones urgentes sobre el futuro de la población.

Los veraneantes decidieron partir enseguida, el frío no tardaría en llegar y no les resultaría muy difícil el viaje. Pajarico sintió una tristeza muy grande, tendría que despedirse de Nina antes de tiempo e intuyó que esa era la última vez que la vería. El resto de familias decidió esconderse en graneros y casas todavía deshabitadas, pero todos estuvieron de acuerdo en que si el regreso de los gigantes perduraba en el tiempo, tendrían que refugiarse en la laguna.

Pasó el tiempo y los problemas crecieron. Aquellos terroríficos seres aumentaron en número y comenzaron a arreglar y reconstruir los viejos edificios, con lo que Pajarico y sus vecinos cada vez tenían menos sitio para vivir y les resultaba más difícil encontrar comida. Así que, antes del invierno, decidieron exiliarse a la laguna, donde ya empezaban a acudir los peregrinos. No fueron fáciles las negociaciones con ellos, hacía demasiado tiempo que eran los habitantes de aquel lugar en invierno, y no les gustaban los intrusos. Pero al final hubo acuerdo, la laguna era grande y allí cabían todos.

Quedaba mucho trabajo por delante, necesitaban construir nidos calientitos en las copas de los árboles, lejos de la humedad y las alimañas. Y tenían que hacer acopio de semillas porque allí, con el frío, no encontrarían bichos para comer durante los meses más duros. Pajarico maduró en poco tiempo, se hizo responsable y ayudó a su familia en todo lo que pudo. A pesar de ello, pensaba que aquello era temporal y que el verano siguiente las cosas volverían a la normalidad. Al fin y al cabo, ellos eran los moradores por derecho de su pueblo y quizá los gigantes se cansarían de aquel entorno.

Y así se lo hizo saber a su abuela durante una jornada de lluvia y ventisca, mientras estaba acurrucado bajo sus plumas. Pero ella, con lágrimas en los ojos, solo le contestó: "Ya veremos, Pajarico, ya veremos".

*Elena Gómez (Alcañiz, 1975). Autora del libro de relatos Eros y Thanatos (Ed. Libros del Gato Negro, 2020). Publica una columna semanal en Diario de Teruel, escribe en la revista Cabiria-Cuadernos turolenses de cine y es colaboradora habitual del podcast El club de los curiosos. Ha participado en blogs de difusión cultural y proyectos literarios colectivos y es miembro de diversos jurados literarios y cinematográficos.

* Uge Fuertes Sanz. Monreal del Campo, 1973. Naturalista, Agente Medioambiental y fotógrafo de naturaleza. Miembro de Asociación de amigos de Gallocanta, Plataforma a favor de los paisajes de Teruel y ASAFONA.  Autor de dos libros, Imaginando mundos (creatividad y fotografía) y Emociones en escabeche (poemario). Sus imágenes de naturaleza han recibido números premios nacionales e internacionales.

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