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Los vikingos Los vikingos
Uge Fuertes Sanz

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Texto de José Baldó / Imagen de Uge Fuertes *
 

-¿Creéis que está… muerto? —preguntó Jaime.

Los tres amigos nos miramos sin saber qué decir. Paco recogió una rama del suelo y comenzó a dar pequeños toques con la punta en el pecho del hombre. No obtuvo respuesta.

—Chicos, deberíamos largarnos de aquí —dije yo.

—¿Y dejar nuestro refugio? ¡Tú estás loco!

Paco tenía razón, hacía dos años que conocíamos ese lugar y, desde entonces, no habíamos dejado de acudir allí ni una sola tarde. El Renault 6 abandonado en mitad de la chopera se había convertido en nuestra guarida; era como esas casas del árbol que salen en las películas americanas, solo que con menos glamour y más óxido. Teníamos trece años y, para nosotros, aquel coche era mucho más que un patio de juegos, era el primer signo de nuestra independencia; el oasis donde podíamos evadirnos de la realidad y demostrarnos que ya éramos mayores, aunque básicamente eso se redujera a fumar a escondidas y guardar ejemplares antiguos de Interviú bajo los asientos. En todo ese tiempo apenas habíamos visto a nadie por los alrededores. Los vecinos optaban por otros parajes del pueblo para dar sus paseos, la ermita y el antiguo lavadero eran los más frecuentados, y ambos quedaban en la dirección contraria. Por eso, aquella tarde nos sorprendió encontrar al forastero dentro del coche, echado sobre los asientos delanteros, con los brazos en cruz y rodeado de botellas y cartones de vino barato.

—¿Lo habíais visto alguna vez? —pregunté.

—Nunca —dijo Paco tapándose la nariz— jo, huele que apesta. ¿Y su ropa? Parece que le ha pasado una apisonadora por encima.

Los pantalones y la camisa, raídos y sucios, dejaban claro que aquel hombre no había venido al pueblo para hacer negocios. Estábamos a finales de octubre, apenas quedaban hojas en los árboles y las temperaturas eran cada vez más bajas, no parecía extraño que, al ver el coche, el vagabundo hubiera decidido refugiarse del frío de la noche en su interior.

—Mira a ver si tiene pulso —me pidió Paco.

—Míralo tú, no te fastidia.

—¡Eres un gallina!

—¿Gallina? Lo que no soy es un idiota como tú…

—Lo haré yo —dijo Jaime.

La voz de nuestro amigo nos pilló por sorpresa. Era la primera vez que hablaba desde que había sugerido la posibilidad de que el hombre estuviera muerto. Hasta ese instante, había permanecido apartado de nosotros, con la mirada perdida y sumido en sus propios pensamientos.

Jaime se acercó hasta la puerta del conductor y se inclinó sobre el cuerpo inerte. Lo había visto hacer cientos de veces en las películas, posó su mano en el cuello y fue desplazándola en busca de algún signo vital a través de la carótida.

—No noto nada, solo está… helado.

—Déjame a mí—. Paco avanzó hasta el coche espoleado por la curiosidad. Con él siempre ocurría igual, no es que fuera cobarde, pero necesitaba el empuje de un líder para reaccionar y dar un paso adelante. Por supuesto, Jaime era ese faro al que seguir y yo… bueno, tenía asumido que era el menos decidido de los tres.

—¡Joder!

Paco chilló y retrocedió de un salto.

—Este tío es asqueroso, he apoyado la mano en su pecho y me he puesto perdido de… —se acercó la mano a la nariz y el hedor le obligó a apartar el rostro— ¡vómito!

—Chicos, tenemos que avisar a alguien…—dije, casi rogando.

—Por una vez, estoy de acuerdo —afirmó Paco.

—… a nuestros padres, a la guardia civil, ¡a quien sea! No podemos quedarnos aquí sin hacer nada, hay que…

—¡No! —gritó Jaime.

Aquella única palabra resonó como un trueno en mitad de la chopera y, durante unos segundos, el eco de esa negativa quedó suspendido entre los árboles, obligándonos a guardar silencio.

Jaime avanzó con calma hasta Paco y cogió el paquete de Fortuna que éste guardaba en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Encendió un cigarrillo y fijó su mirada en la llama del mechero; parecía rendido ante la visión del fuego, hipnotizado por su poder. Sin apartar la vista de él, habló de nuevo.

—No vamos a decir nada.

Paco y yo nos miramos desconcertados.

—¿Estás loco? —Exclamé horrorizado— Ese hombre está muerto.

Lentamente, Jaime volvió su rostro hacia mí y me fulminó con la mirada.

—A nadie —sentenció.

Había algo en sus ojos, un brillo extraño del que no había sido consciente hasta ese instante, que frenó por completo mis ansias de llevarle la contraria. La llama del encendedor todavía titilaba en su mano derecha. Mi amigo centró de nuevo su atención en ella y guardó unos segundos de silencio antes de volver a tomar la palabra.

— ¿Sabéis quiénes eran los vikingos?

Jaime debió leer el desconcierto en nuestras caras, pero si así fue, no pareció importarle demasiado.

—Los vikingos… —añadió—, no nos explican mucho de ellos en el colegio. Cuando era pequeño y mi padre todavía vivía con nosotros, me contaba historias antes de dormir. Una diferente cada noche. En ellas había piratas, caballeros, dragones, monstruos y… también vikingos. —Mi amigo tragó saliva antes de continuar—. Recuerdo la noche en que me habló de ellos, fue la última que pasó en casa. A la mañana siguiente, él se marchó y desde entonces… ¡adiós a los cuentos!

Antes de continuar, Jaime dejó de presionar el pulsador del mechero y la llama desapareció.

—En la historia —dijo—, un rey vikingo, sanguinario y cruel, volvía de la batalla y encontraba a su mujer e hijos asesinados a manos de sus enemigos. Él juraba vengar la muerte de su familia y conseguía su propósito, pero a costa de su propia vida. Mi padre lo contaba mucho mejor, se entretenía en los detalles, incluso ponía voces diferentes para cada personaje…, yo he olvidado la mayoría de las cosas. Lo que sí recuerdo es el final del relato, el modo en que el pueblo vikingo se despedía de su rey tras la muerte. El funeral. El fuego.

Todavía hoy, casi treinta años después, no logro comprender qué pasó por la cabeza de Jaime, en qué momento dejó de ser él mismo y, lo peor de todo, por qué Paco y yo no hicimos nada para pararle los pies. Aquella tarde dejamos de ser niños y entramos en la edad adulta de la peor manera posible.

Jaime encendió su mechero y, mientras sonreía, nos preguntó:

—¿Jugamos a ser vikingos?

 

El tiempo ha pasado pero la conciencia no perdona. Por las noches, cuando la casa está en calma y mi mujer y mis hijos duermen, cierro los ojos y vuelvo a tener trece años: en mi cabeza todavía se escuchan las carcajadas de Jaime, el crepitar del fuego y los gritos terribles, casi inhumanos, que surgieron del vehículo cuando las llamas lo cubrieron por completo.


JOSÉ BALDÓ. Licenciado en Humanidades. Apasionado de la cultura popular en todas sus manifestaciones, su condición de cinéfago compulsivo le ha llevado a participar en los últimos números de la revista Cabiria. Cuadernos Turolenses de Cine, ofreciendo su particular visión sobre el cine de género. Con sus relatos ha participado en DIARIO DE TERUEL, programas de radio de difusión nacional, obras colectivas y concursos literarios, en los que ha obtenido varios galardones.

UGE FUERTES. uge fuertes sanz.  Monreal del Campo, 1973. Naturalista, Agente Medioambiental y fotógrafo de naturaleza. Miembro de Asociación de amigos de Gallocanta, Plataforma a favor de los paisajes de Teruel y ASAFONA.  Autor de dos libros: Imaginando mundos (creatividad y fotografía) y Emociones en escabeche (poemario). Sus imágenes de naturaleza han recibido números premios nacionales e internacionales

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