El pasado mes de abril, el director de cine Rodrigo Cortés fue el encargado de hacer el pregón de la Semana Santa de Alcañiz. En su discurso recordó la figura de su padre, de origen alcañizano, e hizo énfasis en una parte importante de su infancia recorriendo las calles de la capital bajoaragonesa. Esa estampa de gran cineasta con tambor colgado al hombro es demasiado icónica como para no traer a colación al maestro Luis Buñuel y aunque, a priori, las películas de uno y otro no tengan ningún hilo perceptible que las comunique, les animo a todos ustedes a que echen un vistazo a la nueva novela publicada por Cortés, Los años extraordinarios, y comprueben la huella que el genio calandino ha dejado en su autor.
Pero no es el libro lo que me ha motivado a dedicarle la sección de esta semana a Rodrigo Cortés, sino su última película, una obra madura, arriesgada y capaz de mantenerse viva en la memoria del espectador tiempo después de su visionado. El amor en su lugar, disponible a través de Filmin, se desarrolla en el gueto de Varsovia durante una noche invernal de principios de los años cuarenta. Allí, un grupo de actores judíos se reúnen en un viejo teatro y representan una obra que sirva a sus vecinos para huir de la tragedia de sus vidas durante unas horas.
Uno de los aspectos más llamativos de la película es que Cortés y su guionista, el novelista alemán David Safier, recuperan una pieza teatral de la época y la integran dentro del film. La comedia musical que los actores representan sobre las tablas es una traslación fiel de una obra del dramaturgo y compositor polaco Jerzy Jurandot estrenada en 1942 en el propio teatro Femina (donde transcurre la acción). En cuanto a las canciones, únicamente se conservaban las letras y Víctor Reyes, colaborador habitual del director, se ha ocupado de ponerles música.
La película se abre con un espectacular plano secuencia de casi doce minutos donde la cámara acompaña al personaje de Stefcia (una Clara Rugaard impagable) para mostrarnos los horrores de la vida dentro del gueto. En sus anteriores trabajos, Cortés ya había demostrado su virtuosismo tras las cámaras; en Buried encerraba a un hombre en una caja de madera durante hora y media, y nos regalaba un thriller de aventuras tan frenético que conseguía que En busca del arca perdida pareciera un tedioso drama histórico sobre ladrones de reliquias en el Tercer Reich. En esta ocasión, una nueva pirueta narrativa y formal hace que el realizador recluya a sus personajes en el interior de un teatro y aproveche esa limitación de espacio para jugar con los diferentes puntos de vista de la historia: el propio escenario en el que se representa la comedia de enredo, el patio de butacas donde el público interacciona con la obra y las bambalinas, las tripas de la sala. Precisamente, es aquí donde se plantean los dilemas más relevantes de la película, donde los actores se despojan de su papel y el ser humano se desnuda ante nosotros.
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El amor en su lugar camina de la mano de Lubitsch (Ser o no ser), Truffaut (El último metro) o Bogdanovich (¡Qué ruina de función!); es un homenaje al teatro y a los actores y, al mismo tiempo, un canto a la vida, a la esperanza y al Arte como alimento indispensable para la supervivencia del alma. En sus fotogramas conviven la pasión por la escena de Orson Welles, el fatalismo romántico de Billy Wilder y, para redondear la función, un desenlace nada complaciente a la altura de la mítica Casablanca.