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Isabel Marco

Hace unos días fui con mi hjio a comprar al supermercado. Estas semanas hay una promoción en la que recoges puntos por cada cinco euros de compra y te hacen un descuento en algunos artículos de películas infantiles.

Entre las películas elegidas para esta promoción hay una que a mi hijo le gusta especialmente: Cars.

Por suerte le pude comprar el peluche de Rayo McQueen y un tazón para el desayuno. En el stand de la promoción asomaban otros personajes, mi hijo preguntó por Nemo, ese pequeño pez payaso que nos encandiló hace algunos años y, como los fines de semana somos un poco más flexibles con el tiempo delante de las pantallas, papá y mamá decidimos que podría ser una buena película para hacer una sesión de cine. Si le gustaba podríamos aprovechar la promoción y comprar también el peluche de Nemo.

La película le encantó y no tardó en preguntar si teníamos puntos para el peluche, quería jugar a Nemo y su papá.

No sé si pasará en otras casas, pero en la mía la abuela se anticipa a los deseos del nieto y ya le había comprado el peluche de Nemo. Benditas abuelas que están en todo.

Así que ya teníamos muñeco pero nos faltaba el tazón. La promoción habría terminado para nosotros de no ser porque las tazas y tazones del armario de mi cocina se caracterizan en mayor medida por ser de propaganda: una de una tienda de frutos secos, otra que regalaban con un pack navideño de calzoncillos, otra de un periódico… no son especialmente bonitas, así que no me importó aprovechar la oferta para comprar también el tazón de Nemo y renovar la vajilla del desayuno.

Así que pegamos en la cartilla los tres puntos que necesitábamos para el tazón y salimos rumbo al supermercado más contentos que unas castañuelas.

De camino, mi hijo no paró de hablar: Oye mamá, los tiburones ¿se van a comer a los peces que hablan, o no? Y ¿cómo se llama el pez azul?

¿Porqué el pez amarillo no deja que salgan las burbujas del cofre? El pez ese que se hincha, ¿qué pez es? ¿Cómo se llama el pez de la luz?

Tras estas y algunas preguntas más, llegamos a la puerta del supermercado. Custodiando la puerta había un militar de unos siete años con una metralleta digna del mismísimo Rambo y con más efectos de luces y sonido que una tragaperras. Mi hijo se quedó mirando aquel artefacto y preguntó: ¿eso qué es? Un arma, le contesté y no nos gustan las armas.

En realidad sabía lo que era, pero quería cerciorarse de si ese juguete era apto para él, pues con tanto efecto sonoro y lumínico, ¿quién puede resistirse?

Desde luego aquellas luces led casi eclipsaban el carisma del mismísimo Nemo o Rayo McQueen.

El niño de la puerta respondió mostrando orgulloso su arma: Es una metralleta, mira lo que hace. Aquello empezó a disparar brillos y destellos acompañados de sonidos de ráfagas de disparos. Mi hijo me dijo: Yo quiero un alarma, y yo le animé a entrar en el supermercado mientras le explicaba que ese juguete no nos gusta porque es para jugar a la guerra y la guerra es algo que sólo sirve para hacer daño a los demás.

Mientras decía la última palabra me di cuenta de que estaba pasando junto a la mamá de la criatura armada.

En ese momento me sentí mal por si le había hecho sentirse juzgada, pues yo sólo quiero que mi hijo no juegue a matar.

Hoy, mi hijo ha visto en un chiringuito de las fiestas un arma similar, hemos tenido una conversación parecida en la que él argumentaba inútilmente que la suya solo echaría agua; entonces, una mamá que nos ha escuchado me ha felicitado por mi decisión de no comprar juguetes bélicos. Yo he pensado: quizá la mujer del otro día cambió de opinión al escucharme, o quizá no y simplemente pensase que soy imbécil, o quizá no pudo resistir la presión social. ¿Y tú?

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