Síguenos

Entró como todos los años, para algunas personas despidiendo al mar, para otras diciendo adiós al aire puro de la montaña o cerrando la puerta de la casa del pueblo, saludando con sonrisa maléfica a unas y frotándose las manos mientras enseña la nueva agenda para otras.

Septiembre llegó y nos puso a prueba. Lo primero la vuelta al cole encima: cuadernos, libros y un largo etc. Yo ya no me acordaba de nada y menos de dónde había puesto la hoja en la que se nos recordaba cuál era el material, qué día entregarlo y el horario. Me gusta estar de vacaciones con mi hijo, me encanta jugar con él, ir al parque y reír o llorar todas sus aventuras. Pero, de repente, un huracán de fuerza nueva arrasa con todo lo que pilla a su paso. Hay que madrugar y darse prisa en desayunar, vestirse, lavarse los dientes y salir a la carrera, literalmente, por las calles del pueblo para no llegar tarde. Además, ahora que ya estamos de vuelta al cole, hay que recuperar todas las rutinas abandonadas a la vez, que ya somos personas adultas y los periodos de adaptación no están hechos para nosotras.

Termina un día tras otro y, al repasar la agenda, van quedando tareas sin tachar. ¿El mejor momento para hacerlo?, pues en el que se puede, claro está, las doce de la noche están bien. Resulta que en la página de mañana tengo que poner: ver ayer. ¡Manda narices! ¿En qué se me van las horas del día? Es posible que haya sido demasiado optimista pensando que tengo “súper-velocidad”, “súper-fuerza” y “súper-super”, y en realidad solo tengo súper-cansancio.

Tras un placentero sueño las cosas se ven de otra manera y el día lo suelo afrontar con las energías renovadas y planifico en mi cabeza cómo optimizar mi tiempo para dar el menor número de vueltas posibles al hacer todo lo que tengo por hacer: lo de ayer, ¿recuerdas? Claro, que para el día de hoy también hay cosas que tienen que ser para ya. Entonces empiezo mal. Bueno, con todo lo que tengo que hacer no hay tiempo para lamentaciones. Escojo una tarea inicial y luego todo rodado. Como es de costumbre en mí, siempre me dejo la llave del local donde ensayo, La Base lo llamamos, y tengo que darme la vuelta, pero no pasa nada, amortizo el viaje de vuelta y, de paso, compro el pan, el zumo este que tanto me gusta que solo está en la tienda de la esquina y ya que estamos entro en el bazar y cojo esto y aquello que me hacía falta para lo de más allá. Caminando ya llevo unos cuatro kilómetros entre ida y vuelta del cole y las vueltas que da la vida. Cuando por fin estoy en el local se me ha ido una hora con respecto a los planes previstos, pero no pasa nada, he hecho otras cosas de la lista de tareas de hoy.

El ensayo siempre es productivo, lo que no sale bien hoy saldrá mejor mañana, así es aprender y estudiar, nunca se acaba, ahí está su magia. Cuando acabo es porque suena la alarma que me pongo para no despistarme de la hora de ir a buscar a mi hijo al colegio; eso sí que no me lo perdonaría en la vida; no me lo perdonaría yo a mí (y él a mí tampoco).

Las tardes son para él: parque, bici, parque, bici, juego, juego y juego. ¡Cómo aprovecha el tiempo!, es una maravilla. Menos mal que todavía juego y disfruto jugando, hoy hemos jugado al escondite pilla-pilla. No he podido ir al gimnasio, pero creo que en este momento del día ya llevo unos seis kilómetros andando y el pilla-pilla, que eso supongo que también cuenta.

Ya en casa, pero no se descansa: baño, cena, prepara la mesa, las cosas de mañana y a hacer equipo que cuando se están pasando días difíciles todo suma.

Son las doce, reviso la agenda, para mañana lo de ayer, lo de hoy y lo de mañana también. Pero septiembre ya se va, suavemente, cae con las hojas del otoño tan rápido como vino.