

La tarea más importante que tengo que hacer hoy es encontrar a Bolita. Bolita es un peluche que parece una pelota de hacer malabares rellena de arroz, un lemur que muchas mañanas y noches acompaña a mi hijo en el proceso de ponerse el pijama o vestirse para ir al colegio.
Todas las mañanas hay una serie de rituales que solemos hacer antes casi de comenzar el día, antes de quitarnos las legañas: Nos abrazamos y él me dice que nos vamos a quedar en la cama para siempre, después le damos un susto a papá que nos tiene que buscar bajo las sábanas y cuando le digo que tenemos que vestirnos para ir al colegio él prefiere hacerlo jugando con Bolita. Ayer, en la mañana del viernes, los adultos nos retrasamos y teníamos que hacer todo más rápido, pero los tiempos para el pequeño no son los mismos que para nosotros. Con la prisa en el cuerpo todo se ha hecho con ganas de terminar y no disfrutándolo: Vamos que ya es tarde; venga que no he preparado todavía el almuerzo; no vamos a llegar a tiempo... Seguro que estas frases en medio de una vorágine de ir y venir, le resultan más que familiares a esas personas que tienen hijas e hijos.
Pues yo hoy lo he gestionado mal y llevo todo el día pensando en ello.
Me he centrado en el reloj, en los horarios; que sí, que tenemos que cumplirlos y ser puntuales y enseñar a nuestro hijo a asumir responsabilidades como es la de llegar a tiempo al colegio. Pero en cierto modo me he olvidado de él, me he olvidado de lo importante que son para él esos momentos, de ese momento de complicidad que hemos creado juntos. Hoy no he querido buscar a Bolita, ni siquiera lo he intentadoporque se nos hacía tarde y he estado diciéndole: venga, que vamos a llegar tarde, ya tendrías que estar vestido, estás entreteniéndote y nos vamos a encontrar la puerta del colegio cerrada... Todas esas frases estaban culpabilizándole a él de llegar tarde cuando todavía, en nuestro caso, es responsabilidad de los adultos que sabemos cómo funciona un despertador y sabemos leer la hora y gestionar los tiempos en función de las tareas que tenemos por hacer. Y además, el tono. El tono era duro, no era amable ni cariñoso; no eran gritos, pero sí era un tono firme y con prisa.
No estoy contenta de cómo lo he gestionado. Menos mal que somos un buen equipo y ha venido papá a poner un poco de calma porque el peque ya estaba con la lágrima en el borde del ojo. Es ahí cuando me he dado cuenta de que me estaba equivocando; antes no, yo tenía toda la razón.
¿Cuántas veces cargamos a nuestros hijos con la responsabilidad de errores nuestros? Tal vez tenía que haberle explicado desde el principio la situación, con calma, pues él todavía no entiende las prisas del mundo adulto: Hijo, hoy no vamos a poder hacer todos los juegos de la mañana, elige uno porque papá y mamá se han despistado con el reloj. Seguramente me habría entendido, es un chico listo, pero no lo he hecho así y él sólo quería seguir con sus rutinas.
Solamente espero que esta noche quiera ponerse el pijama jugando con Bolita y mañana y al siguiente. Sé que se acerca el momento de las últimas veces que hacemos según qué cosas juntos, también quedan muchas “primeras veces juntos”, pero quiero disfrutar y no ser un cardo borriquero por llegar un poco más tarde al colegio.
Sé que con mi actitud también le estoy enseñando a cómo enfrentarse a las situaciones, hoy no le he enseñado la forma correcta de cómo hacer las cosas cuando tienes prisa; pero se me brinda la oportunidad de enseñarle a pedir perdón cuando te equivocas y reconocer que podemos sentirnos desbordadas. El próximo día respiraremos juntos para encontrar la calma y seguro que no llegamos tarde.