“Ya encadenan las semillas sus sueños en la tierra, abrazando agua y sal, marea y cielo, el calor se derrama en racimos de sol, cuando la plenitud del ser llega en primavera.” Con estos versos doy por iniciada la época del huerto.
Cuántas ilusiones al plantar las semillas, el plantero, con todas sus variedades que crecerán para convertirse en protagonistas de platos infinitos.
Sueña el agricultor con los frutos, como si ya estuvieran en la mesa, es el prodigio de tener una mente que siembra incluso por las noches cuando duerme: “aquí pondré los tomates, más allá cebollas y pimientos; no pueden faltar los calabacines y las zanahorias. Mañana prepararé otro trozo del huerto, espero que la lluvia lo permita”.
Creo que aquel que siembra en la tierra, está sembrando también en sí mismo. De alguna manera está haciendo crecer dentro de sí lo que está plantando. Y esto es algo que solamente he entendido cuando he plantado mi propio huerto, el año pasado comenzamos con algo pequeño, unas tomateras y unas cebollas llenaban el trozo de tierra que teníamos como jardín.
Este año nos atrevemos a más (nótese el plural, yo sola jamás lo hubiera intentado), nos atrevemos con un huerto en toda regla, con su acequia, sus ribazos y una extensión de terreno que nos permite soñar a lo grande.
Si alguien piensa que esto de plantar es sencillo que sepa que está muy lejos de la realidad, hay que hacer cálculos, buscar la mejor orientación, investigar la caída del agua, realizar los caballones (a ser posible en línea recta), calcular el espacio para hacer la compra de las plantas… etc
Multitud de cavilaciones que requieren estudio y conocimientos muy variados, y que solo son el inicio del trabajo, porque después viene el trabajo real, el físico, el que se lleva las horas, con todo el esfuerzo que eso supone.
Más tarde llega la satisfacción de ver como cada día crecen los frutos, hay una parte de magia, de alquimia en todo ello.
Ahora ya sé por qué “venían tan contentos los labradores, venían de ver el fruto de sus sudores”, ahora empiezo a entender la alegría que supone el llevar la comida a la mesa, de alimentar a la familia.
Además del hecho de saber que los productos recogidos son totalmente naturales, nosotros, que ejercemos una agricultura a nivel usuario, somos partidarios de no utilizar productos químicos. Si los tomates salen pequeños, mejor sabrán, si salen pocos, sabrán todavía mejor.
Nuestro valle, el del Jiloca, es famoso por la variedad de su huerta, también por la excelencia de sus frutos. De aquí han salido, por ejemplo, kilos y kilos de cerezas que recorrían España entera, camioneros, familias, viajantes… paraban a descansar a la fresca del río y a la vez buscaban algún puesto para comprar las famosas cerezas.
Cuando yo era jovencita, se llegaban a juntar de ocho a diez puestos de esta riquísima fruta, colocados a lo largo de la carretera eran un reclamo excepcional para conocer la zona.
Al quedar inaugurada la autovía mudéjar, la Nacional 234 dejo de tener el mismo tráfico rodado, disminuyendo drásticamente la venta.
Aún así, las personas que querían comprar, comprobaban con júbilo que si tomaban la salida hacia estos pueblos, podían encontrar todavía los puestos de venta, aunque no en el mismo número.
Burbáguena es llamada, por alguno de sus más fervientes enamorados, tierra santa, por su paisaje, su fertilidad y la limpieza de su aire entre otras cosas. Desde mi propia experiencia actual, he comprobado todo ello proviene en gran medida de uno de los tesoros que tenemos en la zona, el agua del río Jiloca.
Sé que el agua no es tan abundante como en otras zonas de Aragón, o de España, pero aquí siempre ha habido suficiente. Es tratada con respeto y circula con alegría por acequias, fuentes y conductos.
Sin este recurso no tendríamos la abundancia que tenemos. Si acaso faltan manos para cultivar las tierras, pero todo lo demás lo tenemos. Incluidas las ganas de celebrar que “somos frutos que verán los frutos de la tierra”.