A veces suceden tantas cosas en tan poco tiempo que solo después, o quizás nunca, somos conscientes de lo que ha ocurrido. De su significado y consecuencias. De su trascendencia en nuestra vida.
Porque, efectivamente, la vida suele ser eso que nos pasa mientras planeamos un futuro que no sabemos si llegará y que, por tanto, tal vez sea lo de menos o mientras nos quejamos constantemente de lo que nos pasa. Quizás porque sentimos que casi nunca pasa nada, sino que más bien los acontecimientos suelen deslizarse sin apenas rozarnos.
Hasta que no, hasta que pasa todo y, entonces sí, deja huella. Nos vemos envueltos en vorágines difíciles de asimilar cuando por costumbre solemos convivir con lo insulso y lo corriente. Entonces, cuando sucede lo extraordinario, lo diferente, sea bueno o malo, nos atolondramos y nos conformamos con permanecer con la cabeza fuera del agua mientras amaina la marejada para, oh paradoja, volver después a una vida insatisfactoria llena de nadas.
En esa peligrosa zona de confort donde nada sucede y donde nos vamos mimetizando sin esfuerzo es, sin embargo, donde se fraguan las grandes batallas, donde crecen los más temibles enemigos: el aburrimiento, el desapego, el olvido, el miedo y la tristeza.
Me llama una amiga. Me dice que está triste, que solo tiene ganas de llorar y que no ve nada más allá. Intento, creo que con poco éxito, decirle que es cosa del invierno, del frío, de las escasas horas de sol… Sensaciones todas que se agudizan con la soledad. La misma que puede ser buena compañera en ciertos momentos se vuelve contra nosotros en los días cortos, feos, fríos y grises. Me dice que sí, pero que también le digo lo mismo con la caída de la hoja en otoño o con la astenia primaveral que se presenta como amarga paradoja frente a la explosión de vida y de luz.
Y sí, me doy cuenta de que a veces la tristeza viene y se queda como poso para salir a buscarnos en el primer momento en el que nos pilla con la guardia baja mientras no pasa nada. O por lo que ya pasó y que vamos diseccionando después. Y entonces nos damos cuenta de que aquello y de que esto, de que todo es vida. Y de que en la vida también hay un espacio para la tristeza. Aunque mejor para encuentros breves.