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Crónica de un desastre anunciado Crónica de un desastre anunciado
Los voluntarios trabajan en limpiar el fango de las calles de Benetússer. Amparo Bou

Crónica de un desastre anunciado

Un grupo de voluntarios expone en primera persona su testimonio de la ayuda que prestaron
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Los periodistas no solemos escribir en primera persona, pero hoy voy a dejar de hablarles como un periodista y voy a hablarles como un ciudadano valenciano más que no encuentra consuelo ante la catástrofe provocada por la dana. Voy a saltarme la barrera entre ustedes y yo. Voy a dejar de ser políticamente correcto y voy a hablarles desde mi dolor, desde el dolor de todo un pueblo roto. Un pueblo que se ayuda para salvarse a sí mismo ante el abandono de las instituciones: El poble salva al poble (el pueblo salva al pueblo). Hace aproximadamente dos años que llegué a Teruel, pero hoy mi tierra, Valencia, me duele. Espero sepan comprenderlo.

Ni una bomba ha caído sobre la provincia de Valencia, pero el escenario es similar al de una guerra. En mi corta vida, apenas tengo 25 años, no recuerdo una desgracia de tal magnitud en mi tierra como la que nos asola actualmente. En muchas regiones del mundo están más acostumbrados a este tipo de sucesos. Ciertamente en Valencia también estamos acostumbrados a la conocida gota fría, que siempre deja imágenes escalofriantes y en los últimos años se había extremado mucho, pero nunca hasta este punto. Dicen que se trata de uno de los episodios más destructivos de la historia reciente de España y, al menos, el peor del siglo XXI. Yo no he vivido tanto para saber si eso es cierto, pero lo que sí puedo asegurar es que es la debacle más grande que mis ojos han visto.

Como les decía, hace unos dos años que llegué a Teruel para continuar con mi carrera profesional como periodista. Desde diciembre de 2022 escribo en las páginas de este diario en la sección de deportes. Preferiría haberme quedado allí, al margen de todo, pero es imposible no removerte con todo lo que está ocurriendo.

Cada semana, cuando regreso a Teruel después de haber pasado mis dos días libres en mi lugar de origen, se me hace complicado dejar atrás todo lo que quiero, pero lo hago por seguir alimentando mi sueño. La semana pasada, la previa a la noche de Halloween, hice lo mismo después de haber dejado apalabrado con mis amigos un plan genial para pasar la noche más terrorífica del año. Habíamos previsto incluso si llovería o no. Sabíamos que el martes lo haría con fuerza, pero el plan era el jueves, así que daría tiempo a que se secase todo para poder disfrutar de nuestra noche perfecta. ¡Qué ingenuos! No nos imaginábamos que llovería con tantísima fuerza. Nadie nos avisó. Nadie con potestad, porque algunos agricultores ya avisaban de lo que se venía. Incluso la ciencia lo hizo, pero para las esferas poderosas de Valencia aquellos eran unos lunáticos y la ciencia, que nunca se equivoca, esta vez “lo hacía”.

De esta manera, yo me desplacé de nuevo a Teruel con la felicidad de saber que me esperaba un plan de lo más divertido junto a mis amigos de toda la vida. El jueves, el viernes y el sábado iban a ser inolvidables. Y vaya si lo fueron...

El martes 29 de octubre me levanté temprano como cada mañana y me preparé para hacer un poco de ejercicio. Normalmente lo hago en casa, aunque a veces salgo fuera a correr, pero aquella mañana estaba gris, por lo que decidí, con más motivo, quedarme. Mientras me ejercitaba, escuchaba la lluvia que cada vez ganaba más intensidad, pero, ingenuo de mí, la ignoré. Una vez acabé, me preparé para ir al trabajo y desempeñé mi labor como todos los días.

Sobre las 20:00 mis amigos empezaron a intercambiar mensajes sobre las alertas que habían recibido en sus teléfonos. Empezaron a difundirse los primeros vídeos escalofriantes sobre lo que estaba sucediendo y todos empezaron a preguntarse unos a otros si se encontraban bien. Todos mis amigos viven en la capital, así que dentro de lo que cabe había cierta tranquilidad. Sin embargo, muchos trabajan en los pueblos cercanos a Valencia, por lo que la tranquilidad no era absoluta. Yo, mientras tanto, seguía absorto en mi trabajo.

Cuando llegué a casa, antes incluso de las 21:00, comencé a leer los mensajes y mi preocupación creció. En ese momento se me vinieron a la cabeza todos mis seres queridos. Mi padre trabaja en Alaquàs, como también lo hace mi amigo Santi. Mi hermano Carlos trabaja en el aeropuerto de Manises, mi amigo Fran tiene una casa en Castellar, mi amiga Amparo tiene su chalé en Vilamarxant … Todos ellos me tranquilizaron al responder con normalidad a los grupos de Whatsapp. Llamé a mi familia y eso fue lo que más me calmó. Por gracia divina o por lo que fuera, todos estaban bien. Algunos tenían días libres y no tuvieron que ir a trabajar y otros pudieron volver antes de que el agua llegara, como mi madre y mi hermano, que salieron de Xirivella media hora antes de que llegara el agua. Lo que también es cierto es que a ninguno de ellos les salvó la alerta, más bien fue la fortuna.

Estuve intercambiando mensajes aquella noche con todos ellos al observar atónito las imágenes que me compartían y que veía en las redes sociales y los medios de comunicación. Lo cierto es que todos estábamos estupefactos, pues compartíamos la sensación de que aquello se podría haber evitado si se hubiera alertado antes a la sociedad, pero primó más la economía que las vidas humanas. Nos fuimos a dormir aquella noche como pudimos, pero lo peor vino al despertar.

La mañana del miércoles 30 fue terrible. Otra alarma a las 7:30 despertó a mis amigos y amigas. Muchos pueblos no tenían luz, ni bienes de primera necesidad. Muchos vecinos de Valencia habían perdido sus hogares, había multitud de desaparecidos y ya incluso había gente que hablaba de muertos. De nuevo volvimos a hablar del tema con cierta preocupación. Un sentimiento que aumentó cuando mi amiga Sofía comentó que no era capaz de dar con su hermana, que vive en Turis. La única referencia que tenía fue de la tarde anterior cuando les comentó que el agua estaba entrando en su casa y se les estaba inundando. En ese momento, mi grupo de amigos y amigas comenzó a difundir sus datos por redes sociales para ver si alguien podría compartir algo de información esperanzadora al respecto. Yo también lo hice. Al final hubo suerte. Un poco antes de las 13:00 Sofía pudo hablar con su hermana y esta les comunicó que tanto ella como su novia se encontraban bien. Al parecer, Turis era uno de los pueblos que había quedado incomunicado por la dana, por lo que finalmente todo quedó en un susto.
 

Los voluntarios trasladan una nevera a la calle en Castellar. Amparo Bou


Aquel día entendimos la magnitud del asunto y decidimos cancelar el plan de Halloween. Los que parecieron no entenderla fueron de nuevo los gobernadores y los oligarcas, que forzaron a su pueblo a hacer vida normal, pues, como si nada hubiera pasado, quisieron que sus ciudadanos volvieran a trabajar, primando de nuevo la economía. Las alertas en los teléfonos de los vecinos de Valencia advirtiéndoles de la peligrosidad de salir a las calles contrastaban con los mensajes de sus jefes, que los hacían volver a sus puestos de trabajo.

Hablando de trabajo, aquella mañana yo volví al mío en Teruel. Con todo lo que había vivido por la mañana llegué tarde, pero todo el mundo supo entenderlo. De hecho, nadie me pidió explicaciones, más bien todos mis compañeros me preguntaron por el estado de mis familiares y seres queridos. Al llegar allí, di con otro relato aterrador. La hija de mi compañera Pilar había pasado toda la noche a la intemperie en la carretera después de haberse salvado de una muerte segura en un polígono cerca de Beniparrell donde estaba realizando unas prácticas.

Todo ello me parecía abrumador y surrealista, pero, como el resto de mis compañeros, teníamos que ser profesionales y seguir con nuestro trabajo.

Vuélvete mañana

En un principio, ese mismo miércoles yo me iba a volver para Valencia, pero mis familiares me recomendaron hacerlo el jueves por la mañana con luz, porque no sabíamos muy bien cuál iba a ser el estado de las carreteras, de modo que así lo hice. Me levanté temprano y salí cuanto antes. Me sorprendió el estado de las carreteras de Teruel-Valencia para bien, y es que, más allá del suelo mojado y barro a los costados, no había mayores incidencias, lo que contrastaba con las imágenes que había podido ver en redes sociales de partes de la A3 y la A7.

Lo primero que hice nada más llegar a mi tierra, fue juntarme con mis seres queridos. El tema de conversación era inevitable. Todos comentamos el suceso y compartimos nuestra estupefacción también por la gestión posterior de la crisis por parte de las administraciones. Nadie había puesto un pie en las zonas devastadas. En ese momento fue cuando nació nuestra idea de ayudar. Habíamos visto que varias personas habían formado grupos de Whatsapp y Telegram para organizarse y llegar a los pueblos para ayudar a subsanar los estragos que había causado la dana. También observamos cómo las distintas fallas de Valencia y algunas instituciones de renombre como el Valencia CF o el Levante UD se organizaban para llevar a cabo recogidas solidarias de alimentos, agua y bienes de primera necesidad para llevar a las zonas afectadas.

A través de las redes sociales, los afectados compartían su necesidad de ayuda y su sentimiento de abandono. No obstante, por otro lado, las vías oficiales no se cansaban de repetir en televisión que no fuera nadie a los pueblos para no entorpecer el trabajo de los profesionales. Esto fue lo que nos frenó el primer día. Aunque no nos quedamos de brazos cruzados, pues decidimos ir a los supermercados y tiendas del barrio a comprar alimentos y bienes necesarios, o que consideramos necesarios, pues, como de costumbre, la desinformación en estos casos también genera caos. Nos hicimos con todas las linternas que pudimos, además de agua y alimentos que no tuviesen que ser cocinados, ya que muchas de las zonas afectadas continuaban sin luz y sin agua, y los llevamos a algunos puntos de recogida. En nuestro caso, lo llevamos a la falla de nuestro barrio.

Esa misma noche ideamos cuál sería nuestro siguiente paso. Queríamos ayudar más y nuestra intención era ir a los pueblos afectados, pero las fuentes oficiales seguían diciendo que no nos desplazásemos, lo que nos generaba cierto debate interior. No queríamos resultar un estorbo, pero en las redes veíamos una auténtica tragedia y la denuncia continua de abandono por parte de los principales afectados. Así pues, en la mañana del viernes decidimos organizarnos para ir a las zonas afectadas y ver el ambiente en primera persona. Si verdaderamente estorbábamos nos volveríamos a casa.

Recabamos información a través de los grupos de voluntarios que se habían creado en redes sociales, que parecían ser los que aportaban algo más de cordura en medio de todo este caos, pues las fuentes oficiales y los medios de comunicación no hacían más que generarnos mil dudas y hacernos sentir culpables por querer ayudar. Con todos los accesos cortados, se compartía a través de estos grupos cuál era la mejor manera de acceder y ayudar sin obstaculizar, así que tratamos de seguirlos en la medida de lo posible. Nos hicimos con materiales de trabajo y nos dispusimos a buscar el autobús. Cogimos el que más cerca nos dejaba de la zona afectada para después continuar andando. Prácticamente todo el autobús iba al mismo sitio. Los vehículos iban completos y se vaciaban en San Marcelino, aunque también había gente que paraba antes o después dependiendo del pueblo al que se destinasen.

A partir de ahí, el resto sería a pie. Todo el mundo se dirigió hacia el sur, camino a la V-30 para cruzar el nuevo cauce del río Turia, que había servido de parapeto para la capital. Me sorprendió la cantidad de gente que había. Cada uno llevaba lo que podía, pero a todos nos movía una causa. Rodeado de toda esa gente me sentí más seguro de lo que hacía.

Al cruzar el cauce, el gesto se me torció. A mí y a todos los presentes. La tranquilidad y la aparente normalidad de la capital contrasta con lo que allí vi. Escombros por doquier, calles anegadas, coches apilados como si fuesen de papel, árboles caídos, garajes inundados…, con lo que ello conlleva. Una realidad que dista mucho de la que se puede observar en los medios de comunicación. Una realidad que difícilmente puedo reflejar en estas palabras. Entonces comprendí lo alejado que estaba de aquel contexto. Pensé que al ver las imágenes lo había visto todo, pero no era cierto. Nada puede acercarte más a la realidad que la propia realidad. No daba crédito. Había situaciones jamás imaginadas. ¿Cómo es posible que un árbol estuviera dentro de un coche? Solo pensar en cómo podría haber llegado eso ahí me daba escalofríos. Pero lo que sin duda más me marcó fue ver las marcas del agua en las paredes de las casas. Yo no soy demasiado alto, apenas levanto 1,70 metros del suelo, pero me ponía debajo y la marca del agua estaba unos cuantos centímetros por encima de mí. Entonces me pregunté, y seguramente los miles de voluntarios también lo hicieron para sus adentros, si estaba preparado psicológicamente para lo que podría encontrarme. Lo cierto es que no, pero no era justo quejarse. Yo venía de la capital, no había perdido nada, mis amigos y mis seres queridos estaban conmigo. No era momento de ser egoísta, así que seguimos adelante.

Lo que también me sorprendió fue el hecho de comprobar que, efectivamente, tal y como denunciaban los principales damnificados, estaban completamente abandonados a su suerte. Veías a policías regulando el tráfico de transeúntes, algunos bomberos achicando agua con bombas, pero poco más. El grueso de los efectivos trabajando en las zonas afectadas eran los voluntarios, muchos de ellos venidos de otras regiones de España, y los propios vecinos que habían perdido todo. De hecho, estaban trabajando al lado de montones de coches, garajes inundados y demás escenarios que hacían volar la imaginación hacia escenas funestas. Entonces, comprendimos que los voluntarios no estorbaban ni por asomo y que las cifras de fallecidos que se daban en los medios de comunicación distaban mucho de la realidad. Durante el trayecto hacia los pueblos, en el puente que cruza el cauce vimos un cartel que ponía: El poble salvará al poble (el pueblo salvará al pueblo) y, efectivamente, era cierto.

La escasa ayuda por parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado nos sorprendió a todos, pero entonces mi amigo José María, que forma parte del Ejército español y está destinado en Zaragoza, nos ayudó a comprender un poco más la situación. De acuerdo a sus explicaciones, todos sus compañeros se morían de ganas de bajar a Valencia a ayudar, pero la burocracia no se lo permitía. Es decir, él, que no estaba de servicio, por encontrarse en sus días libres, estaba trabajando con el pueblo para tratar de ayudar a todos los afectados, pero sus compañeros, que sí que estaban de servicio, no podían hacerlo por el dichoso papeleo.

Entre tanta angustia interior y tanta introspección, nosotros continuamos nuestro camino. Pasamos por La Torre, Alfafar y Benetússer buscando a alguien que necesitara nuestra ayuda, pues la nota positiva es que había muchos voluntarios que ya estaban atendiendo a muchos vecinos de las zonas afectadas.

Improvisar al principio

Finalmente, en Benetússer encontramos a un hombre que necesitaba ayuda. Se trataba de Agustín, un señor de edad avanzada que se encontraba impactado por todo lo vivido y yacía en el centro de su casa con la mirada perdida. Nos acercamos a hablar con él para que nos guiase un poco en la manera de ayudarle. Nos pedía las cosas con mucho respeto y sin querer molestar. Si él era capaz de tener empatía por nosotros, ¿cómo no íbamos a empatizar nosotros con él? Así, procedimos a sacar el material de trabajo que habíamos traído con nosotros para ponernos manos a la obra, pero lo primero era prepararse bien. De esta manera, a nuestra ropa de trabajo añadimos unos guantes de piel de flor para evitar cortes y lesiones en las manos y poder manipular los escombros y el barro de la mejor manera. Lo que nos faltó fue la mascarilla, ya que era nuestro primer día y por el momento no habíamos oído hablar de las condiciones insalubres en las que íbamos a trabajar, si bien sonaba lógico, dado el número de días que llevaba el agua estancada y la posibilidad de dar con algún fallecido.

Agustín, abrumado por la situación, no sabía muy bien cómo guiarnos, pero tomó el relevo un grupo de voluntarios que trabajaba en la casa vecina. Nos dijeron que lo primero era achicar el agua y sacar todos los escombros y muebles dañados. Sonaba evidente, pero éramos primerizos. Así, nos dividimos en grupos. Unos agarraron las escobas y comenzaron a tratar de sacar el agua y el lodo que había en el suelo de la casa y otros empezaron a desmontar los muebles damnificados, que sacaban a la calle junto a otros escombros usando un carro de Mercadona como método de transporte. Esta estaba abarrotada. Prácticamente no cabía nada más, pues ninguna maquinaria pesada había llegado a la zona para despejarla. Aun con todo, había que buscar espacios para poder vaciar las casas y limpiarlas con mayor efectividad.
 

Fran revisa los desperfectos ocasionados en la puerta de su casa. Edu Guillén


A mí me tocó estar en el grupo de los achicadores. Mi hermano Carlos se metió en la cocina, el punto más profundo de la casa y, desde ahí, comenzó a mover todo el fango de la casa. Este le alcanzaba las tibias, por lo que el sentimiento de impotencia con su pobre escoba era patente. Aun así consiguió generar las primeras olas para que los demás, estratégicamente dispuestos a lo largo de toda la casa, pudiéramos seguirle el ritmo y que todo ese fango acabase donde lo estaba haciendo todo: en la calle, que se había convertido en un gran vertedero. Conforme fuimos ganando experiencia, fuimos ideando maneras de sacar el barro con mayor eficiencia. En ese momento, descubrimos que podíamos romper los muebles en finas tablas de madera para abarcar mucho más espacio y sacar más cantidades de fango de una sola pasada.

Mientras tanto, los que cumplían las labores de retirada de escombros seguían a lo suyo, tratando de no molestarnos en exceso a su paso. Los veías con caras de esfuerzo y de vez en cuando se llevaban la mano a las lumbares con síntoma de fatiga, pero no se escuchaba ninguna queja ni réplica, solo lamentos por todo lo que se veía.

Pasado un tiempo los que estaban achicando pasaron a desescombrar y los que estaban desescombrando pasaron a achicar. Ahí tanto Carlos como mis amigas Andrea y Amparo y yo comprendimos la ardua tarea que estaban llevando a cabo José María y Santi, y ellos comprendieron lo complicado que resultaba sacar el lodo de las casas. El barro hacía que los muebles pesaran mucho y necesitábamos muchas manos para sacar una simple mesita de noche. Era una sensación de completa frustración, pues hacías y hacías y parecía que todo estaba como al principio. No me quiero imaginar la sensación que podría tener Agustín en ese momento. También le dimos nuestra comida y nuestro agua, y lo mismo hicimos con otros vecinos.

En ese momento, uno de ellos, Eduardo, con movilidad reducida, nos preguntó a varios de los voluntarios si podíamos subirle su scooter eléctrico de cuatro ruedas a su casa, en el primer piso, que se había librado del desastre simplemente por estar unos metros por encima de la planta baja. El vehículo estaba hasta arriba de barro y apenas se llegaba a acertar su color. Yo me ofrecí a ayudarle, y lo mismo hizo otro de los voluntarios allí presentes. Entre los dos pudimos desmontar el scooter y subirlo por piezas. Recuerdo que le pregunté si funcionaba. Él me dijo que sí, que el motor estaba intacto por dentro. No quise hacer más sangre, pero le dije que le hiciera una foto para que el seguro o el consorcio pudieran hacerse cargo si es que declaraban, que seguramente lo harían, la zona como zona catastrófica. El chico nos hizo caso, le ayudamos a introducirse en su casa y continuamos a lo nuestro.

En la calle, cada vez era mayor el número de muebles, pero allí nadie aparecía para quitarlos. Solo los vecinos que tenían tractores o todoterrenos colaboraban moviéndolos con sus potentes vehículos, y lo mismo hacían con los coches apilados.

Sobre las 16:00, Agustín y otra vecina llamada María se acercaron y nos avisaron que era mejor que nos volviésemos antes de que anocheciera porque, efectivamente, todo lo que habíamos visto y escuchado sobre los robos y los asaltos a los voluntarios cuando llegaba la noche era cierto. Sus ojos de preocupación me daban mucha más confianza que toda la información que había podido leer. Incluso algunos vecinos nos decían que si nos quedábamos hasta muy tarde nos podrían alojar en sus casas. Aquello me emocionó. No entendía cómo ellos, que lo habían perdido todo, seguían conservando su integridad, mientras que algunos desalmados aprovechaban esta situación para cometer las más viles fechorías.

Decidimos seguir un poco más, pero antes de las 17:00 tuvimos que volvernos. Nos quedaba un largo camino por delante para regresar a la tranquilidad y la comodidad de la capital, donde reinaba esa aparente normalidad. Era imposible no sentirse un hipócrita, nosotros nos volvíamos al confort de nuestras casas, mientras en aquellos pueblos, tres días después de la tragedia, había gente que todavía sentía las consecuencias del suceso. De hecho, el trabajo que habíamos realizado durante toda la mañana y parte de la tarde apenas se notaba por todo lo que quedaba por hacer. Antes de marcharnos repartimos nuestra comida y nuestra agua entre los vecinos. Al principio Agustín no quiso aceptarla, pero finalmente accedió. Seguía conmoviéndome su benevolencia.

Para volver tuvimos que hacer lo mismo que a la ida. Estuvimos aproximadamente hora y media caminando para llegar a la parada de San Marcelino y de ahí cogimos un bus abarrotado de gente para regresar a nuestras casas. El día había sido largo, nos quedaba mucho sobre lo que reflexionar, pero, si algo teníamos claro era que al día siguiente teníamos que volver.

Tal fue el éxito del trabajo realizado por los voluntarios ese día, que cuando amanecimos el sábado, es decir, cuatro días después de la catástrofe, la Generalitat Valenciana quiso coordinarnos a todos los voluntarios mediante varios buses fletados que acudirían a los distintos pueblos afectados. Muchos voluntarios denunciaron posteriormente en redes sociales que aquello fue un caos, ya que apenas pudieron trabajar, así que muchos volvieron a coordinarse por ellos mismos.

Nosotros no acudimos a estos buses, ya que teníamos claro cuál sería nuestro destino. Se trataba de Castellar, ya que nuestro amigo Fran tenía una casa allí y decidimos ir a ayudarle. Con la misma motivación que el día anterior, nos organizamos para ir en bus hasta la zona de Valencia más cercana y, de ahí, continuar el camino a pie. Dentro de lo que cabe él es un privilegiado también, pues “solo” tiene daños materiales. Aquella zona no estaba tan mal como lo que habíamos visto el día anterior, pero también era caótica. De hecho, al no estar tan señalada en los medios como una de las zonas más afectadas, había menos número de voluntarios ayudando, por lo que todavía quedaba mucho por hacer. En esta situación hay también muchos pueblos, y es que la ayuda de voluntarios se ha concentrado en las zonas más afectadas y más mencionadas en los medios.

Al estar visiblemente mejor aquella zona, pensamos que allí no tendríamos que lamentar todo el rato el hecho de mirar a un lado y poder encontrarnos algún cadáver de repente. Entonces apareció el coche fúnebre hasta en dos ocasiones para recordarnos que las apariencias engañan.

Segundo día, mejor equipados

Con la experiencia ganada durante el primer día, el sábado fuimos mejor equipados a casa de Fran. Llevamos las mascarillas FP2 como en la pandemia para combatir la insalubridad de la zona y también mejores herramientas de trabajo. En concreto, compramos escobas de goma y aparatos limpiacristales porque era lo que mejor funcionaba. La goma se pegaba directamente al suelo y sacaba todo el lodo a su paso. De esta manera, pudimos ver el color de las baldosas de la casa de Fran por primera vez. Aquello fue un chute de energía, pues se veían mejores resultados. Asimismo, pudimos hacernos con unas palas que nos resultaron muy útiles para sacar el barro y los escombros, que íbamos depositando en cubos y sacándolos de nuevo a la calle, la cual en Castellar también era un auténtico vertedero.

La casa de Fran era un antiguo taller de automóviles del pueblo y estaban realizando una obra para convertirla en un hogar de cara al futuro. La obra no estaba demasiado avanzada, pero Fran no podía esconder su dolor y lo expresaba de manera más agresiva. Cuando alguien le preguntaba qué hacer con algo, él respondía con fuerza. “¡Y qué más da!” recuerdo que me dijo cuando no quise apoyarme con los guantes llenos de barro en uno de su coches que allí guardaba. Tenía razón, el coche estaba inservible y yo me estaba preocupando por mancharlo un poquito más. No obstante, al mismo tiempo le costaba desprenderse de algunas cosas. Recuerdo ver cómo se mordía el labio cuando le dijimos que la nevera no funcionaba y que la íbamos a tirar al famoso vertedero. En ese momento fue cuando vi con mis propios ojos la primera actuación de un agente estatal en Castellar, y es que vi como un camión que parecía ser del Ayuntamiento de Madrid recogía algunos de los escombros que habíamos tirado a la calle. Aunque, para ser justos, hubo un vecino con un tractor que realizó más viajes.

Ese día se nos unieron más amigos y amigas: Mateo, Paco, el propio Fran, Paula, su novio y sus amigos aportaron también su granito de arena. La planificación fue la misma. Unos se dedicaron a desescombrar y otros a achicar agua, pero en esta ocasión con mayor efectividad. Se notó el aumento de calidad del trabajo, fruto de la experiencia, el mayor número de personas y la mayor adecuación de las herramientas de trabajo. Además, Fran consiguió hacer funcionar una bomba de agua que nos ayudó a la hora de sacar el fango. Así, antes de comer pudimos deshacernos de prácticamente todo el barro para ver el terrazo del suelo. Parece una nimiedad, pero recuerdo las sonrisas en todos nuestros rostros al ver aquel suelo claro.

Previamente, para limpiar mejor, tuvimos que sacar dos de los tres coches que tenía Fran allí guardados. El otro estaba fuera y, por ello, ya había perdido la fe en poder arrancarlo. Uno de ellos era automático y se había quedado engranada una marcha por lo que no había manera de moverlo. De esta manera, mi hermano Carlos, que es mecánico, tuvo que sacar a relucir sus conocimientos para poder desatrancar aquel Citroën. Lo consiguió. Dejamos los dos apartados junto al otro coche inservible y reanudamos las tareas de limpieza.
 

Carlos, Paco y Bea trabajan en el Citroën de Fran. Edu Guillén


Cuando descubrimos el suelo y sacamos los escombros de allí, decidimos cerrar la casa de Fran y ayudar a otros vecinos. Nos dividimos de nuevo en grupos, unos fueron a casa de los vecinos, otros fuimos a la de otros chicos que necesitaban que achicásemos el agua de su entrada hacia las alcantarillas y eso hicimos. Tanto es así que las alcantarillas se embozaron, pero al menos logramos quitarle el barrizal de la entrada.

Finalmente, todos nos reunimos en casa del hermano de Fran, donde nos tocó empezar desde el principio. Al abrir aquella casa salió un terrible hedor que nos corroboró la necesidad de la mascarilla. Nos las colocamos de nuevo y entramos. Era ya tarde, pues quedaban algo más de dos horas para las 17:00, que era nuestra hora tope para salir, ya que recordemos que había que evitar la noche porque era una especie de purga en la que los desalmados salían a cazar. No obstante, todo lo que pudiéramos avanzar bienvenido sería. Nos centramos todos en las labores de achicado, pues al no estar el dueño de la casa no sabíamos bien qué querría desechar y qué no. Unos estuvimos trabajando dentro, otros lo hicieron en el garaje contiguo y otros lo hacían en la calle llevando todo el lodo hacia otra alcantarilla.

Recuerdo estar más exhausto, incluso algo mareado pese a llevar la mascarilla. No sabía si tenía algo que ver la insalubridad de la zona, el cansancio en sí o eran imaginaciones mías. Alguno de mis amigos también lo comentó y, bajo ese estado, decidimos poner fin a la jornada del sábado. Pudimos llegar a ver también el suelo de la casa y liberar el garaje de lodo. Pese a estar cansados habíamos podido rendir de manera eficiente, aunque sin duda alguna tocaría volver otro día más.

Mis amigos y amigas volvieron al día siguiente, pero yo no lo hice, y es que este domingo, lleno de pena, tuve que despedirme de todos ellos para volver a Teruel a trabajar, desde donde precisamente escribo este artículo. Me siento mal al tener que dejar atrás a todo mi pueblo, y a mis amigos, que hoy siguen trabajando para que estas zonas puedan recuperar la normalidad lo antes posible. En cuanto tenga mis próximos días libres me uniré a todos ellos para seguir aportando mi granito de arena.

Es de justicia que mencione a todos los que me acompañaron durante estos días a tratar de ayudar en las zonas afectadas, pues al igual que los miles de valencianos que se han entregado en cuerpo y alma a la causa, son el orgullo de todo un pueblo: Alba, Alicia, Amparo, Andrea, Bea Duato, Bea Guillén, Carlos, Erica, Fran, José María, Mariam, Mateo, Pablo, Paco, Paula, Santi, y Toni. Estos nombres no son especiales, pero describen la realidad de todo un pueblo durante este angustioso fin de semana.

A día de hoy todo es un caos en la provincia de Valencia y dentro de ese caos solo el pueblo pone orden. No hay héroes, nadie reclama su recompensa, nadie se pone la capa, todo el mundo se pone el mono de trabajo y trabaja.

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