La mente de Alfredo era una tela de araña pegajosa. Había momentos, cada vez menos, en los que dejaba pasar algo de luz en forma de recuerdos, a veces luminosos, otras grises, casi negros. Su hija, Alba, iba cada día a verlo y algunos le decía que ya se había tomado la medicina, pensando que era la enfermera; otros que no tenía hambre, como si le fuera a dar la comida. Alba estaba acostumbrada a que no supiera quién era, pero hasta ese día jamás la había confundido con su madre.
-No lo hagas, María, deja a la niña- chilló al verla. Estaba sentado junto a la ventana, mirando sin ver y con los ojos acuosos.
-¿Qué dices papá?
-No la toques, estás enferma- respondió.
-Tranquilízate, soy Alba
-Tú no eres Alba y no dejaré que le hagas daño- dijo estrujando una sábana–. Estaba solucionado…. Debajo de la higuera...-– farfulló el anciano.
Alba salió en busca de ayuda y en el pasillo encontró a una mujer con bata blanca que no conocía.
-¿Puede ayudarme? Alfredo está intranquilo.
- Claro, soy Teresa, su nueva terapeuta, vamos.
El anciano estaba de espaldas a la puerta pero notó que entraba alguien y chilló:
-¡Vete bruja! ¡No me hagas matarte, no te acerques a la niña!.
Alba observó desde la puerta cómo le pinchaba la terapeuta, que llevaba unos zuecos rosa chicle, demasiado alegres para un moño tan tieso y el olor a Musk que desprendía su cuerpo.
Al día siguiente Alba buscó a Teresa para comentar lo ocurrido, pero era su día de fiesta. Su padre la recibió tranquilo y pasaron la tarde mirando cómo cortaba el césped el jardinero, con caminos simétricos y paralelos, opuestos a las sensaciones irregulares que había en el cerebro de ambos. Alfredo tuvo un momento de lucidez y Alba lo detectó y aprovechó. Tras 7 años de enfermedad sabía que el brillo de los ojos cambiaba, por los matices opacos se colaba cierta claridad cuando su cabeza abandonaba esa realidad paralela en la que cada vez pasaba más temporadas.
-Padre, ¿por qué se fue madre?
-Estaba enferma, depresión posparto dijeron, marchó sin dar explicaciones.
Al día siguiente pasó por casa de su padre de camino a la residencia. Alfredo guardaba en un cajón cosas de su esposa que Alba se sabía de memoria. Estaba el álbum de la boda lleno de miradas cómplices y, entre las páginas, una foto suelta de Alfredo y una María embarazadísima junto a un perro que, por su tamaño, parecía un dogo. Era Ruco, su padre le contaba que nunca se separaba de su cuna. Había una alianza de hombre que llevaba grabado el nombre de María. Permanecía envuelta en un pañuelo que se acercó a la nariz para comprobar que atesoraba notas del almizcle que usaba su madre y el olor de la piel de su padre salpicada con los matices que el tiempo concede a las telas viejas resguardadas del aire. Sacó un botecito de colonia y, más por instinto que porque le gustara el olor del Musk, se echó unas gotas.
Al llegar a la residencia su padre se puso nervioso sin ni siquiera verla.
-¿Otra vez vienes? ¡Púdrete bajo tierra! ¡No toques a la niña o te mataré!
La escena se repetía y, una vez el anciano recibió el chute de tranquilidad de la mano de la terapeuta, Teresa y Alba se quedaron solas.
-El Alzheimer es imprevisible– explicó–su padre lleva toda la semana nervioso, desde que yo he llegado está así, pero esa agresividad no aparece en su ficha, es nueva–.
-Habla de matar a mi madre.
-¿Su madre está muerta?– preguntó Teresa –Cuando algo les ha afectado mucho lo reviven distorsionado.
-Se fue de casa cuando yo tenía tres meses. Él solo la nombraba, obligado, si yo le preguntaba.
-Lo extraño es que hable como si la hubiera matado, lo normal es que esos flashes del pasado sean reales.
Hasta entonces Alfredo pasaba las horas buceando entre una masa chiclosa en la que el pasado estallaba en ocasiones con destellos multicolores. Alba a veces le llevaba chocolate con churros en un intento de sobornar los recuerdos y pasar, otra vez, una tarde entre algodón de azúcar y música de los Chichos en los autos de choque, pero la memoria es traicionera y no siempre respondía a sus estímulos.
Llamó a Claudia y quedó con ella. Era su madre de leche. Le dio el pecho junto a su hijo cuando María se fue llevándose la teta y, además de alimento, le dio consejos en la adolescencia.
-Claudia, mi padre está peor. No para de nombrar a mi madre.
-¿A tu madre?, preguntó sorprendida.
-Sí, se pone muy nervioso y dice que la va a matar. ¿Cómo fue su marcha?
-Mi relación con tu padre comenzó cuando te amamanté, hasta entoces vivíamos en el mismo pueblo, pero no éramos amigos. Sé que se casaron enamorados, poco más.
-Erais vecinos, algo verías.
-No, no éramos vecinos, cuando tu naciste tus padres vivían en el caserón del molino, donde el río, fue después cuando se mudó al pueblo. El te adoraba, te adora, es como si tuviera la obligación de quererte por dos.
-¿Y qué decía la gente de mi madre?.
-De todo y poco de fiar. Tu tía Charo, la más sensata, contaba que tu le viniste grande. Tuvo un mal parto y le costó recuperarse, ni su cuerpo ni su mente asumieron la maternidad.
-¿Y no es raro que jamás haya regresado?
-Si yo hubiera abandonado a mi hijo y a mi marido como ella os dejó, la vergüenza no me dejaría volver– dijo apesadumbrada.
Claudia abandonó la salita y volvió con un anillo, estaba envejecido pero se leía la palabra Alfredo y una fecha de boda.
-Toma, lo encontré hace mucho en el huerto del molino, bajo la higuera. Supongo que tu madre lo perdería y tu padre no lo encontró porque desde que ella se fue nunca lo volvió a pisar. Hasta los higos, que son los más dulces del pueblo, se pudrían en la higuera.
Las visitas a la residencia de los días siguientes fueron normales hasta que una tarde escuchó desde el pasillo:
-¿Cómo has salido de la higuera? Te enterré lo más profundo que pude.
Alba adivinó, por las notas de Musk que había por todo el pasillo, que la terapeuta, Teresa, estaba con su padre.
En su cabeza las palabras del anciano, “te enterré bajo la higuera”, se entremezclaban con las de Claudia, “daba los higos más dulces del pueblo”. En el siguiente momento de lucidez le habló del árbol.
-Papá, quiero arrancar la higuera.
Con 85 años las palabras salen sin florituras y Alfredo le dijo con voz rotunda que la higuera no se tocaba, que la plantó su abuelo y seguiría allí mientras él viviera.
-Pero es que quiero trabajar el huerto.
-Tienes otro, ese ni lo pises.
Ese mismo fin de semana buscó a alguien que quitara la maleza acumulada tras décadas. Después, cavó con sus manos bajo la higuera en busca de la pieza de un puzzle cada vez más desordenado. Cuando estaba a punto de claudicar, encontró un hueso largo, demasiado para ser de una mascota. Siguió picando, pero no sacó nada más. Llamó a un laboratorio especializado en arqueología y pidió un análisis. Los resultados tardaron una semana infinita en la que Alba llegó a la conclusión de que los arrebatos de ira de su padre los provocaba la colonia de la terapeuta, los recuerdos olfativos son los que más perduran en la memoria.
-Efectivamente es un hueso, de perro, pero menudo perro–. Al escucharlo soltó bruscamente todo el aliento que había mantenido dentro de su cuerpo por si hacía falta amortiguar un golpe. En su cerebro empezaron a sucederse las imágenes de la fotografía color sepia de su madre embarazada junto a Ruco con las de la higuera y la colonia. Eran recuerdos líquidos que empezaron a girar deprisa hasta convertirse en una especie de espuma que acabó impregnando el resto de sus pensamientos.
-Hola papá, te he traído unos higos, dice Claudia que son los más dulces del pueblo- afirmó Alba ofreciéndole una bolsa.
-Y tiene razón, antes no eran tan dulces, pero desde que enterré a tu madre bajo la higuera, cuando evité que te asfixiara en la cuna, son como la miel– lo dijo sonriendo y abriendo una de las frutas con sus dedos doblados por la artrosis.
Alba lo miró fijamente para escudriñar en sus ojos en qué mundo estaba, si en el real de hace 40 años o en la maraña densa que había formado el Alzheimer en su cabeza. Dudó.
* Cruz Aguilar (Berge, 1975). Tras muchos años escribiendo noticias en DIARIO DE TERUEL decidió inspirarse en retazos de algunas de ellas para la creación de ficciones literarias. Ha ganado varios concursos de relatos y su obra Oculto en la Mirada fue la vencedora del Concurso de Novela Corta del Maestrazgo en el año 2018.
* Gene Martín (Teruel, 1988). Estudió arquitectura, pero desde pequeño escribe poesía, pinta y crea espacios. En los últimos ocho años ha explorado la escultura, la ilustración, la estampación textil, la ilustración, la cerámica… Intentando plasmar o reflejar los procesos internos en los que me veo inmerso. En realidad, lo que le interesa es el autoconocimiento mío y el mundo, el arte es solo una herramienta de expresión de todo hallazgo.