Por Nacho Escuín
Mi mundo tenía la extensión que iba del colegio a casa. El colegio estaba (y está) situado frente al hospital, que era otro de mis lugares habituales, pues mi madre trabajaba allí y durante sus guardias pasaba más de una tarde allí (y nocheviejas, y fines de semana y qué se yo). Mi mundo se extendía del portal de casa al kiosco del italiano y de ahí a la replaceta, de la replaceta al tamanaco. El italiano era (y es) un tipo excepcional que saludaba con alegría a todo sus clientes. Por su cumpleaños regalaba un chicle o una chuchería al que recordaba felicitarle y siempre era galante con las señoras y atento con los señores que iban a por el Marca o a sellar las primitivas.
En la replaceta jugábamos torneos callejeros. Me gustaba algo que llamábamos mundialito donde hacíamos parejas al azar e iban pasando ronda las parejas que conseguían hacer gol. En aquella plaza vivían algunos de mis mejores amigos y en verano pasábamos las tardes en casa de uno o de otro. Los veranos eran largos y se extendían de mediados de junio a mediados de septiembre. También me iba a la playa con mis padres, mis tíos, mis abuelos y mis primos. Íbamos a Peñíscola casi siempre y con mis otros abuelos viajábamos después a otros lugares como Galicia, a Sevilla en el 92 por la expo, a San Juan de Luz y Socoa donde supuestamente veranean (o veraneaban) los duques de Palma (cuando lo eran o quizá aún ella lo siga siendo).
Mis dominios llegaban al parque, que me parecía enorme y agreste. Allí sí que éramos libres y lo fuimos hasta que casi llegó el momento de salir de Teruel para estudiar fuera. Por entonces mis dominios se extendieron, pero siendo niño lo más apasionante era aquella rampa por la que podías deslizarte en la parte de abajo de aquel parque. Estaba (y está) lleno de pasarelas, un kiosco-bar con terraza estupendo y un auditorio donde en verano había cine al aire libre. Aquello era la leche.
He tardado en darme cuenta de que todo sucedía en no más allá de un kilómetro. Desde el portal de casa al parque, del parque a la piscina cubierta, de la piscina cubierta al polideportivo y sus piscinas al aire libre, de allí a los descampados donde se hacían las hogueras por San Antón o San Juan. Hacíamos este recorrido en bicicleta coincidiendo con el Tour o la Vuelta, corriendo por algún motivo o sin él y caminando años después desde la Escuela de Idiomas a donde fuera (al Conservatorio que estaba en el centro).
En aquellos años uno podía por las tardes, tras el colegio, hacer varias actividades. Yo hacía todas ellas, a saber: fútbol o atletismo, escuela de idiomas (alemán), conservatorio (piano, polifónica turolense y resto de asignaturas), academia de inglés, taekwondo con Joaquina y lo que surgiera. Cuando mi mundo se extendió con el cambio de colegio, que estaba a la salida de la ciudad en dirección Valencia (ahora hay mucha más ciudad detrás, incluso una enorme extensión acotada llena de dinosaurios y un centro comercial con McDonal’s), caminaba desde casa hasta el colegio, de allí al conservatorio, volvía a comer a casa, regresaba al colegio y después hacía alguna de aquellas extraescolares mencionadas. Después mi mundo de nuevo se extendió con un cambio de casa hacia un barrio de las afueras lleno de casitas estupendas y con mi llegada al instituto que estaba (y está) situado en la denominada ciudad universitaria.
En aquella época iba corriendo o en bici desde aquel barrio residencial al instituto, desde allí de nuevo a casa, de casa por las tardes al conservatorio subiendo por la puerta de la Andaquilla, de allí a la escuela de idiomas pasando por el viaducto, los jardincillos del ensanche, el kiosco de Patro y el parque hasta las escuela de idiomas y de allí a las pistas de atletismo, que estaban (y están) junto al que era mi instituto para después regresar a casa en el barrio residencial. En aquella otra vida vivida daba tiempo para todo.
Pienso en estas cosas ahora que mi percepción del tiempo y de la vida han cambiado. He aparcado muchas mañanas cerca de la que fue nuestra casa, junto a la replaceta, y he caminado hasta el hospital con mi termo de café y una mochila cargada de libros y el ordenador. En aquel entonces ni siquiera tenía ordenador y hacía los trabajos del colegio y del instituto a máquina; después llegó a casa el ordenador pero no existía internet aún.
Pienso en aquella distancia que separaba aquel piso junto al kiosco de Alfonso del colegio y del hospital y cómo aquellos metros eran toda una aventura diaria. He recorrido estos días esa extensión en menos de tres minutos y he mirado desde la ventana de la habitación del “Polanco” el campo de fútbol y los campos de vóley donde antes había una pista de tenis que alquilábamos en el polideportivo en los días de verano en los que soñábamos con ser Sergi Bruguera. Mentiría si dijera que no he tenido un arrebato de nostalgia. De repente es como si, en el mes que he pasado cada mañana recorriendo la distancia que separa la replaceta del hospital, el hospital de la ciudad universitaria donde estaba dando clase, de allí de nuevo al hospital, y del hospital a la casa del barrio residencial, todo se hubiera convertido en una versión de los días vividos en la infancia. Sin duda fueron unos buenos días, sin duda aquello era la felicidad.
Me ha gustado regresar a los lugares en lo que fui feliz y he tenido que “tratar de volver” (como los peces de ciudad). Ha sido una sensación intensa, un extrañamiento que me ha conducido a la certeza de que la infancia y su percepción son sin duda la base de todo lo que ha de llegar. Ahora, fuera ya de aquella habitación del hospital que fue una atalaya desde la que contemplar el campo de fútbol, los nuevos campos de vóley playa y toda mi vida, considero que este ha sido quizá el mejor lugar para vivir, el lugar donde un niño puede ser el más feliz de la tierra.
Ya no recorro en bicicleta esa distancia. Algunos días sí que camino desde casa hasta el IET subiendo por la puerta de la Andaquilla. También camino desde casa hasta la ciudad universitaria y de allí al IET y de allí hasta casa. Ya no voy corriendo a ningún sitio ni corro por el simple hecho de hacerlo, aunque voy acelerado demasiadas veces de aquí a allá en mi coche gris.
Quizá hayan cambiado tanto el mundo como mi realidad, y también sé que eso solo es el pincipio. Como en aquella canción de Lori Mellers “sé que a veces tengo la sensación de que no va a cambiar, que solo puede ir a peor…” pero esto se debe, sin duda, al deprimente indie que tengo dentro y que finalmente, todo irá a mejor. A fin de cuentas, es mi mundo y mi realidad.