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Silencio de bronce Silencio de bronce

Silencio de bronce

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Por David Martínez Valeriano *
 

De  sobra  sabes  que  nunca  te  he  hecho  demasiado  caso  con  tus  problemas. Normalmente me he limitado a escucharte. Alguna vez ni eso. Conforme me hablabas, susurrabas más bien, yo perdía el interés y fijaba mi mirada en un punto cerca del infinito. Con frecuencia  incluso más allá. Con la mente y la atención allí, más allá de lo que alcanza la vista, raro será  que lo que cuentes pueda afectarme.

Nunca han sido más importantes tus lamentaciones que mis quebraderos de cabeza, al menos para mí,  claro. Si te he escuchado paciente llorar y gimotear ha sido más por falta de opciones que por  empatizar contigo. De buena gana me hubiera levantado y marchado. Pero parece que el destino o la  casualidad, ¿quién sabe?, quiere que sea yo la que día tras día escuche tu voz entrecortada, la que  no pierda la compostura ante tu narración, la que guarde sus consejos, la que no tenga la solución  perfecta ni se empeñe en dártela.

Ya sé que no tuvo que ser fácil estar sin poder salir de casa. Teniendo que compartir con él todo  el tiempo de cada uno de los días. Todos los días de cada uno de los meses. No hace falta que sigas  diciéndomelo. Lo sé. Pero tú tampoco te has parado a pensar que fue de mí durante todo ese tiempo  tan extraño. Pasaba la vida sin ver avanzar los minutos. Aquí, sola, sin nadie al que escuchar. Sin  nadie al que ignorar. Tú al menos estabas acompañada.

Muchos días han sido los que han llegado antes tus lamentos a mis oídos que tu culo a este banco.  Infinidad de veces el relato de tu desdicha comenzaba tan bajito y con tantas pausas para tragar  saliva que si las circunstancias fueran otras me habría acercado más para que no tuvieras que  esforzarte tanto para hacerme saber lo horrenda que era tu vida. Alguna vez me miraste confiando en  ver una lágrima de empatía. Nunca la hallaste.

Jamás me he sentido privilegiada por escuchar todas tus historias, simplemente tú eras incapaz de  contárselas a tus amigas y siempre me encontraste aquí para desahogarte. Como nunca te he  preguntado tampoco has tenido que mentirme en tus respuestas como sí hacías con ellas. Quizá por  eso ya no vienes en el mismo horario. Así no coinciden contigo. Tampoco creo que hayas esperado  alguna vez una reacción mía como sabías que sí las tendrías por parte de ellas. Dudo que yo te haya  decepcionado. Nadie se decepciona con alguien del que no espera nada.

Tus inseguridades, tu pesimismo y todos esos comentarios infravalorándote poblaban tus discursos  como el moho en el más viejo de los quesos. Nunca te dije como otra gente ese “algo habrás hecho”,  pero también es verdad que nunca oíste salir de mi boca un “no es culpa tuya”. Sabes que no soy de  palabras. Tampoco de gestos.

Te has convertido en experta en tapar esas horribles marcas que visitan tu cuerpo con más  frecuencia que la esperanza tus pensamientos futuros. Experta en maquillaje, pañuelos al cuello,  gafas de sol y, sobre todo, en bajar la mirada ante cualquier persona que se acercase a nuestro  lugar de reflexión. Tu tristeza y mi indiferencia se sumaban y creaban un aura corrosiva capaz de alejar a cualquiera de nuestro banco.

En tus mejores días nunca te daba el sol. En los peores siempre caminabas por la parte más oscura de las sombras. Eran las lágrimas las que ponían brillo a tus ojos. Ellos ya llevaban  mucho tiempo sin el resplandor de la ilusión. No conocí esta plaza sin este banco ni tus ojos sin  parecer dos crisantemos marchitos.

Tus quejidos para acomodar la espalda en el banco fueron tan frecuentes como tus fugaces despedidas cuando recibías una llamada suya. Soy incapaz de contar con los dedos de las manos las veces que me dejaste con una historia a medias ante el sonido de tu teléfono. Ninguna de ellas me importó. En ninguna de ellas estabas cerca de llegar a conmoverme. En todas y cada una inventabas una razón de peso para que él pudiera entender tu ausencia.

Más de una vez he sentido que, más allá de desahogarte conmigo, lo que realmente buscabas era mi frío. El frío de mi piel. Con él estableciste una especie de pacto de lo más simbiótico. Tú le cedías parte del calor de las magulladuras de tus pómulos y él aliviaba efímeramente el resquemor y el hinchazón que los habitaba. Como la vida es equilibrio, tu pómulo perdía temperatura y la piel de mi hombro la ganaba. Como el alma es vida, la tuya ganaba unos segundos de sosiego y la mía se corroía un poco más. A veces he llegado a creer que la que te estabas oxidando eras tú y no yo.

Ahora lo que me preocupa, lo que de verdad me preocupa, es que hayas sido capaz de leer mis pensamientos de forma cristalina. Me inquieta esa sonrisa tan desconocida que hoy preside tu cara. Me desasosiega que tus crisantemos parezcan recién regados. Que ese sonido metálico que se ha escuchado al sentarte, cuando tu bolso se encontró con mi costado, haya sido producido por ese pequeño pero pesado jarrón de bronce que te regaló, en una de sus múltiples disculpas, lleno de rosas y promesas que sabías que incumpliría tarde o temprano. Me preocupa que por fin te hayas decidido a terminar con la vida de ese desgraciado. Me horroriza pensar que al desaparecer tus problemas no tengas más cosas que contarme.

* Informático y docente de Formación para el Empleo. Especializado en la introducción de nuevas tecnologías en el aula y metodologías activas. Publicó en octubre de 2022 su primera novela, La plantación Myrtles.

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