Rafael Sabatini, uno de los padres del folletín y la novela de aventuras, comenzaba su obra Scaramouche con uno de los arranques más poderosos de la historia de la literatura: “Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ése era todo su patrimonio”. Hacer reír es una de las empresas más nobles que existen y aquellos que son capaces de lograrlo, bien sea con ingeniosas líneas de diálogo o humor de trazo grueso, tienen toda mi admiración.
Siento debilidad por las comedias. Son mi refugio ante las adversidades, el bálsamo curativo que consigue sacarle el sol al día más tristón. Cuando necesito sentir el poder vivificador de la risa, recurro al magisterio de los grandes genios del cine: Leo McCarey, Howard Hawks, Billy Wilder, Berlanga, Woody Allen… Títulos como Sopa de ganso, La fiera de mi niña o Irma, la dulce consiguen hacerme olvidar los informes de la oficina, la hipoteca, el precio de la luz y hasta la crisis de los cuarenta.
Pero no solo de clásicos vive el cinéfago, y para disfrutar de la comedia sin cortapisas, hay que estar dispuesto a remangarse, meterse en el barro y comprender que el propio concepto del humor ha mutado con el paso de los años. Hay joyas como Top Secret, Atrapado en el tiempo, Algo pasa con Mary, El gran Lebowski o Supersalidos que pueden situarse a la altura de las grandes obras de Preston Sturges o Ernst Lubitsch sin miedo a morir quemado en la hoguera por hereje.
Estas últimas semanas, intentando apaciguar los demonios del insomnio, me permití el lujo de organizarme un maratón de comedias televisivas que, lejos de ayudarme a conciliar el sueño, me mantuvo despierto y con una sonrisa en los labios hasta bien entrada la madrugada.
Mi periplo comenzó en Netflix con la imprescindible Seinfeld, la comedia que logró desmarcarse de las modas imperantes en el género durante los ochenta y noventa (sitcoms familiares y de entorno laboral, o lo que es lo mismo, Los problemas crecen y Cheers). Sus creadores, Larry David y el propio Jerry Seinfeld, presumían de ofrecer una serie que no hablaba de nada en particular y que, sin embargo, hacía de la vida misma y la problemática del mundo moderno el centro de su discurso.
En Movistar + hice una parada técnica para recuperar dos ficciones españolas que, incomprensiblemente, había pasado por alto. Tanto Mira lo que has hecho (la serie creada por el humorista Berto Romero) como Vergüenza, protagonizada por Javier Gutiérrez y Malena Alterio, son las propuestas más ácidas e irreverentes que uno puede echarse a las corneas. Capítulo a capítulo, el espectador pasa de la carcajada nerviosa a la pura estupefacción en apenas unos segundos, sin necesidad de escenas de transición.
Y todavía guardaba un as en la manga. En 2005 se estrenaba The office, la respuesta a la miniserie original creada por los británicos Ricky Gervais y Stephen Merchant, suavizada y adaptada a los gustos mainstream del público americano. Tienen las nueve temporadas disponibles en Amazon y les aseguró que ver a Steve Carell y al resto de trabajadores de la empresa papelera Dunder Mifflin es una de las mejores vacunas contra la depresión. The office es la comedia perfecta, inagotable en las revisiones y de fácil consumo: cómodas píldoras de poco más de veinte minutos que pueden alegrarnos los ratos muertos en cualquier sala de espera.
En tiempos de incertidumbre, la comedia se convierte en alimento de primera necesidad y el humor en la mejor herramienta para sobrellevar los imponderables del día a día. Por eso, nada mejor que recurrir al maestro Woody Allen para reconocerle todo su valor: “Estoy muy agradecido a la risa, salvo cuando la leche sale por mi nariz”.