Existe un error muy común que es confundir los términos para designar actos delictivos en el mar, ya que, habitualmente, los términos pirata, corsario, bucanero y filibustero, se utilizan casi como sinónimos. Primero de todo, debemos tener en cuenta que estas cuatro palabras solo se pueden contextualizar a la vez en la historia marítima de América, sobre todo, del Caribe, ya que la piratería del Mediterráneo o del Mar de la China se regía por otros actores. Si bien existían piratas y corsarios, los bucaneros y los filibusteros eran exclusivos de la América Central. A pesar de que estos hombres y muchos de sus contemporáneos, así como los actos que cometieron, se agrupan bajo el gran paraguas que es el término piratería —por ser todos ellos actos de bandolerismo y pillaje a bordo de un navío—, existen diferencias suficientemente significativas entre ellos como para poder distinguirlos… pero eso es otra historia.
De entre los protagonistas exclusivos del Caribe, unos fueron los filibusteros. El origen de esta palabra es muy confuso, hay autores que defienden su origen en la palabra holandesa vrij buiter —el que captura el botín libremente—, traducida al inglés como free booter y al francés como flibustier. Para otros, en cambio, procede del vocablo holandés vrie boot, que se traduce al inglés como fly boat o embarcación ligera, describiendo el tipo de naves utilizados para cometer sus ataques. Estos hombres, que al principio actuaron por libre atacando naves pequeñas sin alejarse demasiado de la costa, fueron los primeros en convertir la piratería en algo más que un delito, llegando a crear una sociedad filibustera en las costas de Santo Domingo y la Tortuga, llamada la Hermandad de la Costa. Sin embargo, con el paso del tiempo, los gobiernos europeos vieron una utilidad en los filibusteros, y acogieron a muchos para que centrasen sus ataques sobre los territorios enemigos de sus patrocinadores, convirtiéndose en un punto medio entre el pirata y el corsario, pudiendo hablar de piratas domesticados.
Aunque no digo que los políticos, en ciertas ocasiones, no actúen como los filibusteros, la verdad es que los filibusteros no eran muy políticos. Así que, cabría preguntarse dónde encontramos a los filibusteros políticos. Vamos a ello.
En marzo de 2013, las agencias de noticias se hacían eco del discurso del senador republicano Rand Paul en el que denunciaba el uso de aviones no tripulados por el gobierno de Barack Obama y mostraba su rechazo al nombramiento de John Brennan al frente de la CIA (nada extraordinario siendo miembro de la oposición). Entonces, ¿dónde estaba la noticia? Pues en la duración de su intervención: desde las 11:47 de la mañana del miércoles hasta las 12:39 de la madrugada del jueves. A esta maniobra para obstaculizar las votaciones parlamentarias en los países en los que no existe limitación de tiempo en cada intervención se le denomina filibusterismo, término acuñado para este menester en los Estados Unidos del siglo XIX. En este caso concreto, se trataba de demorar la ratificación en el Senado del nombramiento de John Brennan. Las únicas condiciones filibusteras son que durante toda la intervención el monologuista se debe mantener en pie y no puede parar de hablar -como si quiere charlar sobre sexo de los ángeles o contar chistes-. Tras casi trece horas sin parar de conferenciar, cuando Rand Paul tuvo que acudir a la llamada de la naturaleza, dijo que él no pretendía utilizar la artimaña del filibusterismo —“Me habría puesto unos zapatos más cómodos”—, solo quería explicar y razonar el tema en cuestión (¿?). Para poder aguantar, trató de no ingerir demasiados líquidos y comer algún sándwich y chocolatinas cuando otros senadores republicanos le echaron un cable haciéndole preguntas.
Realmente, los filibusteros de verdad se preparaban a conciencia. El mayor filibustero de la historia de Estados Unidos fue el senador Strom Thurmond de Carolina del Sur, que comenzó a las 8:54 del 28 de agosto de 1957 y terminó veinticuatro horas y dieciocho minutos después. Y decía a conciencia, porque Strom se sometió horas antes a un tratamiento de deshidratación mediante baños de vapor —tipo sauna— para poder beber agua durante su monólogo y no tener que ir al baño. Durante todo ese tiempo leyó la Declaración de Independencia, la Declaración de los Derechos Humanos, leyes de varios estados, comentó juicios… Su propósito no era otro que demorar la ratificación a la ley de los derechos civiles y conseguir tiempo para que sus paisanos pudiesen convencer a los senadores sureños y que votasen en contra. De nada sirvió, nadie cambió su voto y la ley se ratificó. En honor a la verdad, hay versiones que afirman que, a pesar de toda la preparación, tuvo que interrumpir su intervención para ir al excusado y, por tanto, no tendría el récord. El segundo de este ranking, y del que no hay ninguna duda de la veracidad de los hechos, es el senador por Oregón Wayne Morse. En 1953 estuvo hablando durante veintidós horas y veintiséis minutos con el objetivo de paralizar el debate sobre legislación petrolera. En la mayoría de los casos la llamada de la naturaleza — versión necesidades fisiológicas— era la que ponía fin a sus discursos. De hecho, en algún caso se llegó a ver un cubo junto al filibustero, pero nadie se atrevió a utilizarlo. Y en muchas ocasiones se ha recurrido a leer novelas, libros de recetas, contar anécdotas personales, chistes… cualquier cosa para retrasar votaciones o alargar debates que, en la mayoría de casos, de nada sirvieron y quedaron en una pataleta.
Habría que preguntarles a los taquígrafos qué opinaban de esta práctica.
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