No me ha sido otorgado el don de la habilidad en lo que al bricolaje se refiere. No pasa nada realmente, hasta que un día decido que soy capaz de emular a cualquiera de esos seres que pueblan los canales temáticos de pago y que transforman tu cochambrosa buhardilla de 35 metros cuadrados en el Taj Mahal utilizando sólo tres clavos, dos cuadros, una alfombra y dándole una manita de pintura.
Ahí es donde radicaba mi reto de hoy: en pintar una pared de una habitación. Sí, una pared. Ni tan siquiera se trataba de una habitación entera. El resultado final ha sido: pared 1, Javier 0. Derrota absoluta. Una más. Me he prometido unas veinte veces que jamás volvería a pintar un piso. Y veinte veces me he autoengañado pensado que “si todo el mundo lo hace, ¿por qué no voy a ser capaz yo de hacerlo?”.
No les engañaré. Las otras veces no fueron mejores. Hubo una en la que tardé tanto en pintar que mis amigos bautizaron mi casa como la Sagrada Familia. Bromearon durante meses apostando qué obra faraónica iba a acabar antes. Por los pelos no me gana Gaudí. Otra de las ocasiones en que decidí emular a Pepe Gotera y Otilio tuve recurrir a unos profesionales de la brocha gorda porque había dejado el piso a topos, tras haberme convertido sin pretenderlo en el discípulo más aventajado del cubismo de Picasso.
Pese a estas derrotas artísticas del pasado, hoy me he levantado con las fuerzas y el coraje necesario para afrontar el reto de pintar de blanco una pared que, tras años con un mueble que ya no está, había perdido su blanco original. Sí: blanco sobre blanco, ¿qué puede salir mal? Se lo avanzo: todo.
Rebuscado por los cajones he encontrado un bote de pintura que he abierto y removido con un palillo de comida china que tenía por ahí. Tras unos minutos de remover con bastante esfuerzo, la pintura ha tomado una consistencia más pastosa. ¡Lista para usar! He encontrado también unos pinceles de mi madre; ella sí que domina el arte de la pintura y la restauración de muebles. Me faltaba un rodillo y la cubeta.
En dos minutos me he plantado en un Todo a un euro y me he comprado un rodillo grande, otro pequeño y un curioso artefacto redondo para hacer las esquinas. Alegre y feliz he vuelto a casa, he puesto la cinta de carrocero en el zócalo y me he dispuesto a empezar por las esquinas. El rodillo esquinero ha resultado un fracaso. Iba dejando chorretones por todas partes y lejos de rellenar bien los huecos parecía llevarse la pintura con cada pasada. He optado por el pincel que usó mi madre para pintar un mueble y tras cinco minutos dándole a cada centímetro de la esquina, mi falta de paciencia ha tomado las riendas por completo.
El rodillo grande iba a entrar en acción. Un detalle sin importancia me ha hecho plantearme -por 21ª vez- por qué narices me enfrentaba de nuevo al duro arte de la pintura de brocha gorda. Y es que el rodillo no cabía en la cubeta. ¡Fallo garrafal de cálculo! Pero oye, no iba a romper mi ritmo de trabajo para volver a bajar a la calle y regresar a la tienda. Así que he ido mojando el rodillo en pintura pero “por partes”. ¿Resultado? He pintado la pared también “por partes”. He vuelto a ser el máximo exponente del cubismo por segunda vez en mi vida.
He intentado arreglarlo tirando del rodillo pequeño pero claro… ¿qué se puede esperar de algo que cuesta menos de un euro y que fabricaron a 12.000 kilómetros de distancia? A la quinta pasada por la pared he notado que la espuma se deshacía y comenzaba a quedarse pegada en el gotelé. Así que tocaba tirar de rodillo grande de nuevo. Y de nuevo, más cubismo y más desastre. Para intentar enmendar el entuerto he optado por lo único que ha demostrado su eficacia: el pincel de mi madre.
He ido pintando durante unos minutos (no serían más de tres) hasta que he visto pasar mi vida por delante. Me he imaginado a mí mismo, durante una década, secuestrado cada fin de semana, pincelada a pincelada, hasta acabar la maldita pared. Así que he bajado de la escalera y he contemplado mi obra incompleta. He respirado hondo y he asumido que es mejor una retirada a tiempo.
No pasa nada. No valgo para pintar. En general no valgo para nada que tenga que ver con el bricolaje, ni con las manualidades. Torpeza, falta de paciencia e improvisación son las claves de mi fracaso. Sólo le diré (no me escondo), que la última vez que cambié la taza del váter (por una de esas con chorrito), acabé dos días con todo el baño levantado y sin saber cómo arreglar el desaguisado.