He estado a punto de dejar esta columna en blanco y titularla “Sin palabras”. Porque aún estoy intentando asimilar el Toricogate que estamos viviendo desde hace una semana. Es una especie de historia de terror por fascículos que avanza hacia derroteros que se me antojan cada vez más inverosímiles. Digno de una serie de Netflix, venida a menos eso sí.
Me llama la atención todos los que se llevan las manos a la cabeza por el “maltrato al patrimonio” que supuso atar 23 sirgas para sustentar 23 sogas a la columna de nuestra fuente más ilustre. También alucino con que sean los mismos que tienen fotos en sus redes sociales subidos a ese mismo patrimonio con cualquier excusa más allá del pañuelico (victorias deportivas, celebraciones navideñas o retos testosterónicos que hay que compartir en internet para dar fe de semejante gesta).
Que al Ayuntamiento se le fue la mano colgando 23 sogas es obvio. Que nadie de Patrimonio dio la voz de alarma también hay que destacarlo. Eso sí, cuidado con poner una silla de Estrella Damm en la terraza de un bar que te cae una multa sin pestañear. Más allá de eso, la caída de nuestro Torico abre la puerta a otros muchos interrogantes que tienen que ver con la autenticidad de la escultura en sí.
He leído esta semana todo lo que se ha publicado sobre el tema. Las peleas entre expertos en aleaciones de metales de mediados del XIX, responsables del Museo Provincial que dicen que ya sabían lo que parecía un secreto a voces y reputados profesionales que comparan fotos del antes y después. La conclusión: nuestro Torico es fake. Un engaño. Un tótem que creíamos centenario y, si nos descuidamos, lo compramos hace una década en Aliexpress. Porque ahora resulta que desde 1994 se sabe que ni de cobre, ni el de verdad.
Uso el “se sabe” impersonal porque yo, como toda la gente a la que le he preguntado, no teníamos ni idea de que nuestra pequeña escultura era una copia. Es más, nos hemos enterado gracias al artículo de Cruz Aguilar en el DdT de que incluso se retocó en secreto la escultura en 2003, cuando se detectaron unas grietas en la base de la escultura. Se aprovechó entonces para “rebajar las pupilas” y “otros detalles” que según apunta la restauradora del Museo de Teruel, Pilar Punter, “no realizó un técnico en conservación”. Es decir, que esto es y ha sido un cachondeo. No hay otra manera de enfocar el asunto.
No me molesta que en ciudades como la nuestra, donde nos conocemos todos, nos saltemos ciertos protocolos burocráticos para acelerar las cosas. Pero no a costa de transgredir todas las reglas que se nos exigen después al resto de ciudadanos. Porque acabar siendo un hazmerreir borjano es altamente probable cuando de restauraciones se trata.
No sé si me molesta más que Patrimonio y el Ayuntamiento no valorasen lo que pesan 23 sirgas (se nota que no han levantado una en la vida); o que los operarios no tuviesen la más mínima noción de física; o que hayamos descubierto que nuestro Torico es una falsificación; o que se supiese desde hace 28 años y nadie hubiese dicho nada en voz alta. Ahora vamos a poner una escultura fake porque tenemos prisa y estamos a dos semanas de la Vaquilla. Y la prioridad es que encima de una columna corroída por dentro reluzca algo, aunque sea de cartón piedra. ¿Para qué dejar que el bochorno empañe la fiesta?
Una rampita, unos besitos al nuevo Torico fake y a olvidarnos de esta rocambolesca historia. Hasta que, quizás llegue el día, en que sea portada de El País que nuestra escultura original, a la que creíamos mirar con orgullo y que nos conectaba con nuestros abuelos, bisabuelos y aquellos que han hecho de Teruel lo que es hoy en día, está en manos de un millonario de Estados Unidos que la compró al mejor postor. Yo ya me lo creo todo. Esto promete, desgraciadamente.