Hay quienes abogan por no mezclar, bajo ningún concepto, política y deporte. Una combinación prohibida por la asegurada toxicidad de su resultado, dicen. Sin embargo, esta resulta inevitable cuando hablamos de la política del deporte: ese incansable tira y afloja que decide qué competiciones se juegan, con qué frecuencia, bajo qué condiciones, quiénes son sus anfitriones y, sobre todo, quién se encarga de la caja cuando toca el recuento de billetes.
En el mundo del fútbol, este apartado ha estado tradicionalmente comandado por FIFA y UEFA, ambas apoyadas con la necesaria connivencia de clubes, ligas y federaciones nacionales. Durante años, el balón transitaba sobre las tranquilas aguas del ‘siempre se hizo así’, abriéndose paso entre la ponzoña inherente a un embalse que no deja fluir su caudal.
Durante los últimos meses, esta calma enturbiada ha tocado a su fin. Actualmente, en la política del fútbol reina un sonoro ‘sálvese quien pueda’ en el que todo el mundo anda a codazos para erigirse como el nuevo capitán del Costa Concordia.
Cada uno trata de salvar su pellejo, el cual, coinciden casualmente todos, será el que heróicamente salve el del resto. Mundial cada dos años, Superliga o ampliar hasta el infinito la Champions. Diferentes propuestas con un mismo común denominador: más partidos, porque no había ya suficientes. Como el infiel que marcha bombones y ramo de rosas en mano, con la sobrecompensación como única respuesta a sus pecados pasados.
Si en algo coinciden todos es en que el barco se hunde, aunque no sabemos cómo de rápido. Mientras se pisan los pescuezos, tratando de no ser el Dicaprio de turno que queda desprovisto de bote salvavidas, los problemas que estos políticos futboleros deberían atajar se siguen multiplicando: partidos de ladrillo y cemento con menos dinamismo que un Kasparov-Karpov, racismo y homofobia campando a sus anchas en los estadios y las redes sociales, mundiales de invierno sin invitación para los derechos humanos…
Ante tal situación hay dirigentes, pensadores y conferenciantes que no se explican cómo la muchachada consume Netflix, un mundial de globos o juega al Fornite en lugar de ver los partidos y sus correspondientes tertulias de medianoche. No entienden aquello de Twitch, Ibai y el internet. Quizás, me digo, debamos empezar por ahí.