¿Tú te sientes plenamente español para poder defender un escudo, una nación, una bandera, un himno?”, se escuchó en la sala. No, dicha estancia no era un barracón militar ni tampoco un alto mando, bajo la atenta mirada de un subordinado antes de partir al frente, el que formulaba esta pregunta.
La cuestión se la lanzó un periodista a Aymeric Laporte durante una rueda de prensa de la selección española de fútbol. El central, nacido en Francia y formado en las divisiones inferiores del Athletic, consiguió la nacionalidad in extremis para ser uno de los elegidos por Luis Enrique para disputar la Eurocopa de este verano con nuestro país. De ahí la sesuda cuestión a la que Laporte reaccionó con una honesta sorpresa: “Uf, vaya pregunta, ¿no?”.
Se ofrecía así una nueva muestra de que buena parte de nuestro país todavía no ha superado el baldío y cansino debate de las nacionalizaciones express con fines deportivos. Un debate, no obstante, tan viejo como el propio fútbol, de ahí lo cansino, pues nuestra selección ya anda repleta de casos similares, desde los más recientes de Marcos Senna, Munir o Diego Costa, hasta otros ya añejos como los Pizzi, Puskas, Pernía o Donato.
Desde que escuché esta pregunta tengo muchas explicaciones que pedirle a mi médico de cabecera, ando indignado. No hace tanto que me hice unas analíticas rutinarias y me dijo que todo estaba en orden. Bien los glóbulos rojos, el colesterol perfecto, pero ni una sola palabra sobre cómo andaban mis niveles de españolidad en sangre. Esta es la sanidad pública que nos ha quedado.
El gran problema de este debate es que te arrastra, en caso de intentar rebatir a los expendedores de patria, a un dilema tramposo por irresoluble: ¿qué es ser español? Supongo que hay 47 millones de formas de serlo y al mismo tiempo ninguna, aunque, reducido a lo incontrovertiblemente objetivo, ser español es contar con la nacionalidad, nada más. Todo lo demás es añadido, un constructo enteramente personal. Por eso siempre me cuido de quien construye desde su procedencia y no desde su persona, pues jamás podré confiar en la entereza de quienes escogen para levantar su hogar unos cimientos que no sean los suyos propios.