Texto de Maite Joven Arauz / Fotografía de Esther García Mateu
Llevaba más de media hora despierta, pero esperaba el sonido reggae de su despertador para dar comienzo al día como de costumbre.
El calor empezaba a resonar en los primeros días de un verano que se avecinaba distinto a los anteriores y, aunque Claudia había ansiado este septiembre tantas veces como melocotones cultivaba, en el fondo sentía ya una añoranza por su tierra que, en días como el de hoy, hasta le despertaba a destiempo.
¡Hija! ¿Cómo vas? ¡Tus hermanos ya están desayunando!
¡Ya bajo mamá! ¡Dos minutos!
Todas las mañanas igual, luego por las noches no hay quien te acueste
Claudia entró en la cocina como un elefante en una cacharrería.
¡Buenos días! Estoy lista enseguida chicos
Venga hermanita que salimos en diez minutos.
Juan y Pedro eran más mayores que ella y, nunca quisieron dejar el pueblo ni La Tierra. Ni llegaron a planteárselo. A Pedro, entre los melocotones, la cooperativa y los tambores, no le quedaba apenas tiempo para pensar en otras cosas. Juan tenía bastante con dedicar su tiempo libre a la conquista diaria de Elvira.
Era del pueblo de al lado, a 13 kilómetros, pero se pasaba tardes sí y otras también en la plaza con las mozas de su quinta. Decía que su pueblo era muy aburrido y que no había gente interesante. Creo que en parte también lo decía por Juan, pues, aunque no fueran novios, habían tenido sus momentos a solas en el teleclub en las noches de verbena o sin ella.
Claudia muy al contrario que sus hermanos, tenía otras necesidades, pero ni ella sabía cuáles. Disfrutaba de su cuadrilla desde niña y se lo pasaba bien. Pero sin más. Amaba a su familia, sus raíces, pero se veía a sí misma como alguien raro, diferente, incomprendida a veces, y eso le abrumaba. Tanto que, algunas noches al llegar a casa, sintiera un vacío enorme que le hiciera presagiar lo mucho que tenía por descubrir.
(Suena música)
-“A que no sabes donde he vuelto hoy, donde solíamos gritar, uuh”
Claudia no podía vivir sin acordes que acompañaran su vida. Dependía siempre de su estado de ánimo o de la tarea a realizar. Para los melocotones, un poco de pop, rock, indie o incluso metal, aunque “el ruido de los melenudos” como decían sus hermanos, mejor para los garitos esos de heavies. Pedro decía que no podía ser bueno para la fruta, esos estruendos que daban jaquecas terribles. Era una melómana absoluta. Conocía desde el jazz de los años 40 pasando por el rock, clásica y más contemporánea. Pensaba que la música era la acompañante de vida perfecta y sin lugar a dudas, el mejor hombro donde llorar y sanar las heridas.
La tarea que empezaban hoy requería de mucho mimo, entrega, concentración y cuidado. Su padre siempre decía que, podía saberse perfectamente si un melocotón iba a estar en las mejores condiciones, solo por la manera de embolsar. Claudia pensaba que ya podías tener mucho mimo, pero que como cayera una granizada en condiciones, adiós, muy buenas.
Su padre, era un ser especial, sensible y extremadamente detallista. Veía poesía en todas las cosas: en los melocotones, en las ramas, en los nidos. Extraía la belleza de cualquier parte, y eso, decía, era fundamental para un agricultor. Murió de forma repentina a lo Vito Corleone, entre fruta y rayos de sol. Creo que no le hubiera disgustado su manera de morir.
Los días de su último verano en el pueblo transcurrieron prácticamente iguales: cientos de frutos a los que proteger, almuerzos en la manta de su padre, alguna tarde que otra de baloncesto o guiñote y paseos nocturnos al abrigo de las estrellas. La única diferencia que había en cada mañana era el tiempo que restaba para empezar una nueva vida alejada de todo lo que había conformado su existencia hasta el momento. Sentía emociones contrariadas, pero era tal la adrenalina que su cuerpo experimentaba al imaginarse en garitos guays recreando situaciones de sus novelas, que estaba segura que su vida iba a dar un giro Copérnico.
Había elegido filosofía y letras en La Complutense y, también tenía la plaza en una residencia cercana a la facultad. Su madre se empeñó en que debía estar, por lo menos el primer año, atada en corto, porque “sino esta niña se pervierte por ahí”. Ya sabía su madre que Claudia no era un ser convencional que siguiera a rajatabla las normas sociales. Era tal la curiosidad por descubrir El Mundo fuera de los muros que le atrapaban de su pueblo, que había cierto temor a un descontrol excesivo. Y como siempre, su madre no se equivocaba.
Septiembre llegó casi sin avisar entre alguna tormenta ligera y las despedidas de los veraneantes. El aroma del aire cambió y el color de los árboles se tornó tostado e irremediablemente bonito. Se avecinaban semanas de mucho trabajo en los melocotones pues tocaba destapar la fruta para que respirara y penetrara todo el sabor. De igual forma, Claudia pensó, que también le había llegado el momento de retirar todas aquellas pieles que durante años habían cubierto su cuerpo en algo todavía inmaduro, seco y sin color alguno.
(SUENA NINA SIMONE)
- Creo que este año están mejor que el pasado ¡Resplandecen! - grito entusiasmado Juan
- ¡Eso es por la música que les pongo que ya te digo yo que funciona! – exclamó orgullosa Claudia.
- Pero si pones música todos los años hermanita. Esa teoría tuya no tiene ningún sentido.
-Bueno, bueno, seguro que cuando no esté yo, alguna canción cae. - respondió con mirada cómplice.
La madre de Claudia terminó de colocar la última bolsa en el maletero. El coche de línea estaba casi vació así que podría elegir asiento. La cosa empezaba bien.
¡Nos vamos en dos minutos! - gritó serio el conductor.
Hija mía, ten muchísimo cuidado. La ciudad es muy grande y hay gente muy mala por ahí. No hables con nadie y el bolso siempre bien cerrado. Llámame en cuanto llegues.
¡Ay, cuanto te voy a echar de menos!
Venga mamá, que cuando te quieras dar cuenta ya está aquí El Pilar.
Tú cuídate mucho que yo estaré bien. Te lo prometo mamá.
Hacía tiempo que no veía a su madre llorar así, pero era la primera vez que se separaba de su hija. Dieciocho años de desayunos, fiebres y abrazos. Una etapa maravillosa de su vida que terminaba, porque así lo marcaba haber nacido a 300 kilómetros de la filosofía y las letras.
Mientras se alejaba bajo el tintineo del autobús, Claudia comenzó a llorar. Primero de tristeza por dejar a su madre y a sus hermanos. Después de alegría e ilusión por empezar una nueva vida. Su vida. Y estaba realmente impaciente.
Se colocó los auriculares y, mientras sonaba This Charming Man de los Smiths, recordó los versos que su padre le había escrito alguna vez:
“Vuela libre, vuela.
Que ningún canto es más verdadero, que el que dentro de ti resuena.
Vuela hija, vuela.
Y solo vigila que junto a ti ni siquiera el viento vuelva”
* Maite Joven Arauz (Teruel, 1982). Educadora Social, curiosa cultural. Amante de la palabra y de la música. Comenzó a escribir poesía cuando creó el blog El eco de mi sombra allá por el 2012. Colabora en ocasiones con el CECAL y con esta sección de DIARIO DE TERUEL desde hace varios años. En el último año ha participado en varias publicaciones literarias. Le gusta definirse como alguien solitario y social a partes iguales y como una escritora libre que solo pretende entender el mundo a través de las letras.
* Esther García Mateu. Alcañiz, 1962. Aficionada a la naturaleza, al senderismo y a la fotografía. En 2020 obtuvo el segundo premio en el concurso fotográfico Iberos en el Bajo Aragón y el tercer premio en el certamen Miradas al Bajo Aragón.