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La iglesia del canto La iglesia del canto
Esther García Mateu

La iglesia del canto

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Texto de José Cañada / Fotografía de Esther García Mateu*
 

Desde mi llegada al pueblo, cada día que pasaba cerca de aquella iglesia abandonada me tentaba la curiosidad de subir a verla. Unas veces por la pereza de trepar por la cuesta, otras porque, según la hora, su desgarrada majestuosidad me imponía un poco, siempre dejaba de hacerlo.  Una tarde del avanzado otoño, al regreso de una de mis caminatas, surgió un viento inesperado, empujando un enjambre de gotas heladoras, que llegó a zarandearme. Me pilló ligero de ropa y sin otro resguardo más próximo.

Sin pensarlo, mis piernas emprendieron la carrera. La lluvia azotaba mi rostro sin piedad y el viento ganaba en intensidad a cada paso que daba. En el último tramo tuve que tumbarme sobre el suelo para evitar el golpe de los palos y ramas secas que se llevaba por delante aquel huracán. Me arrastré hasta notar el alivio de la barrera que suponía el edificio. Pegado a su muro lo fui rodeando y di con la entrada. Me cobijé en el ángulo que formaba el saliente de una de sus columnas. No había tejado, pero me sentía amparado bajo aquel entramado de arcos de piedra que, por lo menos, me protegían de las violentas rachas de viento que aullaban sin cesar a su paso por los vanos de la espadaña.

Ya era de noche cuando llegué a la fonda donde me hospedaba. La señora Luisa, la dueña del establecimiento, al verme tan calado, dijo: “¿es qué no ha podido ponerse a cubierto en ningún sitio?” Sí, le contesté, me he metido en la vieja iglesia. Era lo más cercano. “¡Santo Dios! ─exclamó con espanto─ ¿Ha sido capaz de hacer algo así?”

Me quedé un poco extrañado y ella siguió sus pasos hacia la cocina, desde donde la llamaban.

Después de cenar, cuando fui a acostarme tenía una vela encendida sobre la cómoda que había en mi habitación. Volví a ver si encontraba a alguien que me diera razón de algo tan extraño y me topé nuevamente con la señora Luisa que ya venía a mi encuentro. “Le habrá parecido raro, ¿verdad? ─me dijo─, pero vengo a darle una explicación: usted se ha metido esta tarde en la Iglesia del Canto. Seguramente sin saber que esa iglesia está maldita. Hace tiempos que no la pisa nadie. Por eso quiero que tenga esa vela encendida esta noche. Para ahuyentar a los malos espíritus. Verá, contaban nuestras abuelas que muchos años atrás aquí había una señora que enseñaba a leer en su casa a siete chicos. Y vino a estar con ella una temporada un sobrino que vivía en Sevilla. Luego se supo que el motivo de venir desde tan lejos era porque estaba huyendo de los contagios de la fiebre amarilla que habían comenzado a manifestarse en aquella ciudad. El resultado fue que, aunque él no lo sabía, ya portaba el virus de la fiebre que transmitió a su tía. El pueblo entero se puso en alarma y acordaron en concejo poner en cuarentena a tía, sobrino y chicos que iban a leer. Decidieron recluirlos a todos en la Iglesia del Canto, que ya por aquel entonces, como caía un poco apartada, no estaba abierta al culto. Convinieron que las mañanas de los domingos les dejarían comida y agua en la puerta, hasta que se curasen por completo. Desde el pueblo decían que los chicos daban gritos por las noches llamando a sus madres, pero la determinación que se había tomado era tajante y estaban dispuestos a cumplirla por encima de todo sentimiento.

Un domingo, al ir a dejar los alimentos, se llevaron la sorpresa de que aún no habían retirado los de la semana anterior. Avisadas las autoridades, acudió allí todo el vecindario y al abrir la puerta se encontraron con el espantoso espectáculo de que todos estaban muertos. Surgieron los lamentos. El echar la culpa de unos a otros. Las familias se enfrentaron. Sentenciaron al concejo. Todo el pueblo se sintió culpable de aquel despiadado comportamiento. En la misma iglesia se hizo un foso y se les dio sepultura. Y nadie volvió a pisar ni a mentar a aquella iglesia, porque todos se sentían culpables de la tragedia. Fue abandonada a su suerte. Aunque algunos también tuvieron que reconocer que aquella drástica decisión había cortado la epidemia.

Desde entonces, y todavía ahora, con los años que han pasado, el que se acerca por allí, sobre todo si es por la noche, escucha lamentos que dicen que son de los chicos. Esa es la razón por la que siempre la evitamos y se encuentra desahuciada. Para los del pueblo sigue siendo un monstruo que nuestros antepasados crearon. Se ha derrumbado el tejado, pero la iglesia sigue en pie, firme, para recordar nuestra vergüenza.”

Entre la luz de la vela, que no me atreví a apagar para evitarme la regañina de la señora Luisa, y lo que ella me había contado, no pude dormir en toda la noche. Más que por temor por la curiosidad que me entraba en averiguar un fenómeno al que un amigo mío era muy aficionado. Por la mañana llamaría a Teófilo y le contaría la historia.

Tal como me lo imaginaba, mi amigo no se hizo esperar. Se presentó el fin de semana siguiente, acompañado por otro compañero con el que compartían la afición por la psicofonía, portando todo un equipo de grabadoras.

Aquella noche las dispusieron estratégicamente y al día siguiente analizaron los resultados. No cabía duda de que se escuchaban gritos lastimeros y estridentes. En el pueblo se armó tal revuelo que tuve que esconderme de la señora Luisa, puesto que me consideraba el responsable de aquel estallido de airados comentarios. Unos, a favor de que se investigara; otros, que aquello no se debía mover ni recordar; los más, huían de los comentarios como del agua hirviendo, con lo cual se creaba todavía un mayor halo de misterio.

Menos mal que entró al trapo Severino, un pastor al que todos llamaban Severino el Corto, por, según ellos, sus escasas entendederas, pero que resultó ser más espabilado que ninguno.

En medio de toda polémica, con la gente asustada, culpándome a mí de haber removido algo que ya iba siendo olvidado, Severino dijo con absoluta claridad: “Yo sé mejor que nadie lo que pasa en la Iglesia del Canto. ¡Ni gritos de chicos ni de chicas, ni lamentos ni solfas! Allí, lo único que pasa es que hay nidos de lechuzas. Los tienen en un ventanuco de la pared y en las grietas de los arcos. Pero, claro, hay que ser machote para pasar dentro la noche y escucharlas. ¡Si no os acercáis ni a trescientos metros! ¿Cómo lo vais a saber? Más fácil decir que son las voces de los muertos”.


JOSÉ CAÑADA. Aunque nacido en Zaragoza, pasó buena parte de su niñez y de su vida en Segura de los Baños, el pueblo de sus padres. En ese lugar se impregna de las vivencias, costumbres y emociones propias de la vida rural en aquellos tiempos. Desde niño ha sentido la necesidad de escribir, danto sus primeros pasos en la revista Lindazos, de la que es colaborador. Tras su jubilación ha conseguido varios premios literarios.

ESTHER GARCÍA MATEU. (Alcañiz, 1977). Aficionada a la naturaleza, al senderismo y a la fotografía. En 2020 obtuvo el segundo premio en el concurso fotográfico  Iberos en el Bajo Aragón y el tercer premio en el certamen Miradas al Bajo Aragón

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