Muchas décadas después, mientras su mente agonizaba y se le disparaban las palabras entre chispas de saliva, Soledad Montañés había de acordarse de aquella vez que su madre, un invierno de febrero, la llevó a conocer la nieve1.
Todavía los campos bandeaban los trigos antes de las cosechas. Por entonces, la hierba, era pasto de un ganado montaraz e idílico. Por entonces, en las provincias, se soñaba con mañanas vacías de gente. Por entonces, poco sabíamos que todo podría ser aún peor.
En la foto que tenía grabada a fuego en la cabeza, su madre avanzaba con pausa por la impoluta estampa de la montaña. Y aunque Soledad, por aquel entonces, ya alcanzaba los seis o siete años, siempre pensaba que aquella mañana de invierno fue la que también conoció a su madre. O eso quería recordar. Sobre el agobiante atril de la memoria repensaba ese día y veía a su madre diciéndole quiénes eran las dos.
Soy tu madre, Soledad. Esto que ves es la nieve y, como todo, se acaba.
Remaba la mama, pequeña y protectora, como una gondolera por canales de nieve blanca, escarchada, etérea como nubes de nata. Y de cuando en cuando se giraba y sonreía, como una virgen prístina sobre el regazo de las diosas del Olimpo.
¿Vas bien, Soledad? ¿Quieres que descansemos?
Yo la veía y quería ser ella, mientras continuaba marcando el sendero con sus botas de monte del centro comercial, meneando unas caderas exigentes y generosas, de quien vive y ha vivido, y observando a su alrededor como si nada, hacia un cielo claro que acoge las esencias de toda una existencia.
Entonces las montañas todavía eran montañas, y los ríos, ríos; que reían mientras aguardaban ingenuos los intereses de un más allá demasiado cercano.
Entonces las madres eran madres y las niñas, niñas; que creían tener un futuro dulce, de palomitas y bocadillos de “nocilla”.
Nunca pude llevar a mi hija a conocer la nieve. Quién sabe si la foto del día que mi madre me llevó a conocer la nieve es real, o solo es una anécdota más de las historias que se construyen con retazos y frases sueltas.
Hace años que no nieva.
Hoy las montañas producen la electricidad con grandes mastodontes que giran y giran, dando la vuelta a la firmeza de los campos entre pálidos sueños de metal. No queda nadie. Se elevan al cielo… Cuando las opacas cumbres se visten de su lienzo suele ser por granizo y el viento y la calor se llevan lo que evocan en unas horas.
Las crestas que sobresalían al paisaje que mi madre y yo pisamos aquel día, son hoy crestas escamosas de antiguos dinosaurios que se echaron a descansar para nunca despertar.
Mi tía Angelina, que tenía poco de santa y mucho de bruja, decía que en los tiempos de antes más nevaban grandes cantidades y los ventisqueros hacían delicias de niños y catástrofes de mayores con pala, tractor y gorro de lana. Estoy convencida que Angelina fue la última mujer, bajo la capa mortecina de cielo, que dedicó una parte de su vida a contar historias. Hacía tanto tiempo que nadie contaba historias que, después de la tía Angelina ya no hubo nadie que quisiera hacerlo. ¿Para qué? ¿Todo estaba en las memorias digitales y en las redes? Cualquier máquina podría hacer lo que Angelina. No había ningún mérito en lo humano. Cualquier máquina podría vivir como Angelina, sentir como Angelina, amar como Angelina. Solo somos fórmulas matemáticas previsibles y estandarizadas. Los números de Dios, las fórmulas del desastre.
Recuerdo cómo hablaba siempre de la vieja tía Santas, que en los años aquellos de la guerra, fue a recoger leña y nunca volvió. Tiesa como un palo, en su regazo de cama de nieve la encontraron. Mientras, medio pueblo recorría entre la ventisca la noche glacial que presagiaba muerte.
La abuela Carmen era de secano. Lo más parecido a un manto blanco que había visto eran las heladoras rosadas2 de enero o los hielos pegados al paisaje en una y otra capa las semanas de dorondón3. El verano era peor. Secaba las gargantas de la tierra y agrietaba los surcos de sus manos. Odiaba al sol y rezaba a la lluvia como una plañidera que sabe que no hay remedio para lo obvio. Y con esas imágenes, transmitidas una y otra vez por la tía Angelina, nos criamos en aquella matria de mujeres, entre la realidad cambiante y oscura y el más allá por inventar. No era rara pues, la impresión que aquel día, con mi madre, me produjo conocer la nieve.
Hoy, en la cama, me monitoriza un sensor de vida. Me dice cosas que no entiendo y envía por la red mi situación a la interfaz medicalizada, unos programas que sustituyeron las relaciones entre médico y paciente. El implante vital ha comenzado la cuenta atrás. Haciendo sus cálculos es capaz de predecir, con un error irrisorio, el tiempo de vida que me queda.
Nunca pude llevar a mi hija a conocer la nieve.
El camino que recorrí el día que conocí a mi madre, entre los canales limpios de las nubes blancas, ya no existe. Hoy son solo escamas de dragón dormido.
Convertidos en algoritmos globales, me aferro a la nostalgia de la nieve. De tanto conocernos, con tanta predicción dictatorial, no sabemos quién fuimos y no sabremos nunca quiénes somos. Desaparecemos en esa bruma de los miles de datos. Nada se improvisa. Todo se sabe. Allí donde paseé aquel día, se produce la energía de ese internet de las cosas, la religión del hoy para el nunca. Hemos llegado aquí, a la extinción de nuestra especie que no siente ni padece. Un mundo global y conectado hasta el suicidio. Tan perfecto que ya no es necesario vivir y contarlo, que ya no es necesario contarlo viviendo.
1. Siempre Gabo.
2. Escarchas.
3. Cencellada.
VÍCTOR GUÍU. Poeta y profesor de secundaria. Autor Lo rural ha muerto, viva lo rural (otro puñetero libro sobre la despoblación en la Editorial Dobleuve; Delirios del polvo blanco (2001), Rafael Rojo Libanés (2005), La Europa del Aborigen (2011), Le Tour cartonero (2011), En o cado de l´alma (2012), Albarracín Libre y Soberano (2013), Los caminos del aborigen (2013), El Suelo que piso (2014) y Poesía Líquida (2015); además de participar en numerosas antologías poéticas y de relatos.
DIANA HURTADO GARCÍA. (Calaceite, 2009). Aficionada a la fotografía.