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La habitación contigua La habitación contigua

La habitación contigua

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Por Carmen Ruiz Fleta
 

27 días en el hospital. Con sus noches, sus horas, sus minutos y su tedio acumulándose en el ánimo y las cervicales. Los contaba como imaginaba que los reos contarían sus condenas o los chavales el tiempo de mili cuando había mili. A la preocupación y el cansancio se sumaba el llanto constante, despiadado y feroz del bebé de la habitación contigua. Hacía diez días que las noches se poblaban de ese llorar que no se acababa nunca, que invadía el aire como un gas venenoso y lo hacía irrespirable. A partir de la segunda noche en blanco supo que aquello no iba a cesar hasta que el bebé no saliera de la habitación de al lado. Se recostaba en el infame sillón donde intentaba conciliar el sueño con la certeza de que a los pocos minutos comenzaría el estruendo y la atmósfera se desgarraría y la tempestad se prolongaría durante toda la madrugada. Miraba a su hijo en la cama, plácida y afortunadamente dormido, lo cual la sosegaba, aunque, secretamente, le provocara un inédito sentimiento de envidia.

Sí, fue a partir de aquella segunda noche cuando tomó conciencia de la dimensión de la circunstancia y cuando, además, se empezó a obsesionar con ella. Obsesión porque escuchaba aquel llanto también durante el día, cuando deambulaba por los pasillos del hospital. Obsesión porque confundía cualquier ruido estridente con aquel quejido. Obsesión porque en la noche dibujaba oscuros destinos que acababan con aquel alarido que le impedía pegar ojo.

Era inevitable toparse con los ojerosos padres de la criatura en los espacios comunes de la planta, encuentros que se saldaban con un leve movimiento de cabeza como remedo de saludo y sin mediar palabra. Imaginaba que ellos eran conscientes de que el estruendo de su vástago rompía los cráneos de quienes compartíamos pared, así que la antipatía hacia aquella pareja joven y de apariencia vulnerable nació de manera automática.

Tras la tercera noche de llanto ininterrumpido venció su habitual discreción para acercarse al mostrador de control donde trajinaban enfermeras y auxiliares. Les lanzó una queja, pero le salió lánguida, desvaída, poco convincente. Después de haberlo hecho sintió que había desperdiciado una oportunidad. Si hubiera vociferado, gesticulado ampliamente y amenazado con quién sabe qué, probablemente, habría logrado un traslado de habitación: de su hijo o del hijo de aquellos desconocidos que de manera tan despiadada le estaba amargando la existencia.

Once de la noche. Empieza el espectáculo. Y así seguirá hasta las 7 de la mañana, cuando, quién sabe por qué razón oculta, aquel bebé se calmaba o, al menos, no desgarraba la atmósfera con sus aullidos. Pero a esa hora ya era demasiado tarde para dormir.

Aquella obsesión iba convirtiéndose día a día, hora a hora, en una sensación casi física. La certeza de que el llanto iba a comenzar a los dos, cinco o diez minutos hacía que cada noche se recostara en el durísimo sillón con los oídos expectantes y la piel erizada, como los bichos que aparecen en los documentales de sobremesa. Todos los sentidos excitados a la espera de que aparezca la presa. El problema es que en este caso no había recompensa, sino castigo auditivo y pertinaz. Y cuando se desataba la tormenta el estómago comenzaba a arderle y sentía los pulmones llenos de un aire que a ella se le figuraba verde y tóxico.

El insomnio abona el terreno a la imaginación y a los caminos más oscuros de la mente. Con la banda sonora del llanto infinito su cabeza maquinaba desenlaces funestos que ponían fin a su pesadilla: el resto de pacientes de la planta se amotinaba y exigía que echaran de allí al pequeño alborotador, la situación del bebé se agravaba y lo tenían que trasladar de urgencia a quirófano o el crío terminaba ahogándose en uno de sus estertores. El catálogo de desgracias destinadas al pequeño ocupante de la habitación contigua que su cabeza era capaz de imaginar en aquellas noches eternas le sorprendía incluso a ella misma.

A la semana decidió prescribirse pastillas para dormir. No podía más. Tenía los nervios destrozados, estaba agotada, no se veía capaz de atender a su hijo y ni siquiera se podía desahogar con su familia. Ella sabía que, aunque no se lo dijeran directamente, la tildaban de exagerada o frívola cada vez que se quejaba de la situación. Temía que los somníferos le impidieran responder a su hijo si se despertaba por la noche, pero prefirió arriesgarse. No podía más. Bajo los efectos de los fármacos las horas transcurrían en un duermevela incapacitante, sus miembros dormidos, pero su cabeza en alerta ante lo que ocurría en segundo plano. Despertaba con un sabor metálico en la boca y una intensa migraña.

Y así llegó la décima noche. Prefirió no tomar pastillas, el remedio era peor que la enfermedad. El bebé comenzó a llorar antes que de costumbre, alrededor de las diez  y cuarto. Su hijo, que aún no se había dormido, hizo algún comentario sobre lo molesto que le resultaba, sin embargo, cayó rendido a los pocos minutos. Todo transcurría según el guion escrito noche tras noche: llanto inacabable en el cuarto de al lado versus maquinación de fechorías en su cabeza. Hasta que un giro imprevisto varió el devenir habitual. De repente, el niño no retornó de uno de sus berridos, se quedó enganchado en su propia angustia, sin respiración. Empezaron entonces los timbres, los gritos de los padres, las indicaciones de las enfermeras y las carreras por los pasillos. Después, el silencio. El deseado silencio.

A pesar de que ya ningún ruido se lo impedía fue incapaz de dormir aquella noche. Tampoco la siguiente, ni la siguiente. No había vuelto a ver a los padres del bebé por el hospital y no se atrevió a preguntar qué había sido de él. Ahora era ella la que sentía unas ganas irrefrenables de llorar.

Cuatro días después le dieron el alta a su hijo. El tratamiento había ido bien, la cirugía también. Era momento de regresar a casa y dejar el hospital tras mes y medio. Salieron por la puerta giratoria sin saber que apenas dos minutos después por ese mismo lugar abandonaría el hospital una pareja joven de aspecto vulnerable y cansado con un carrito por el que asomaban los alborozados bracitos de un bebé.

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