Cuando no puedes abrir los ojos, ¿cómo miras el mundo?
Cuando sabes que el plato que te ha cocinado la vida es indigerible y quieres dormir para siempre, así que decides que es buena idea mezclar somníferos y Martini y fotos antiguas y pretendes no despertar, aunque, a la vez, te angustia la idea de que, si despertaras, lo harías en un hospital rodeada de personas empeñadas en sacarte de ese letargo del que tú no tienes intención de moverte, es en ese momento, (cuando estás recreando en tu cabeza ese preciso momento) cuando sucede algo, una nimiedad, un cambio de viento, que te enreda el cabello y te desanuda el corazón.
Algo así le pasó a Sandra.
Acarreaba sus casi sesenta años con la desidia de quien cumple una obligación indeseada. Amanecía todos los días, porque no quedaba más remedio, después de haber dormido no más de cinco horas con compañía ausente y ayuda química, y siempre despertaba con el grado de dolor exacto para recordarle que seguía siendo un cuerpo, materia dolora y biodegradable. Ella, llegados ya a este punto, preferiría ser suspiro o agua, una corriente libre, ajena a cualquier cauce. Pero seguía aquí y eso, “seguir aquí”, implicaba ir al súper, trabajar media jornada, fingir atención cuando hablaba con sus hijas o tomar un café tras la ventana del salón. Y continuar compartiendo casa y cama con su marido, con quien hacía tiempo que lo que no compartía era la propia vida.
¿Vida? Paradójicamente, a la edad en la que ya se divisa la última curva, ella empezaba a ser consciente de que nunca lo había sido. Consciente. Ni para eso que llaman “ser feliz”, ni para sentir el sufrimiento. A veces cree que, quien sea, en su gestación, olvidó añadir algún ingrediente básico y ella salió así, aparentemente normal (¿normal?), pero incapaz de emocionarse con una melodía, un paisaje o el abrazo de un nieto.
Pero volvamos al cambio de viento. Estaba recreando en su cabeza cómo sería esa escena del adiós definitivo, del adiós total, cuando sonó el timbre de la puerta. Abrió y se topó con un repartidor de Amazon empecinado en hacer su trabajo, esto es, entregarle un paquete a su nombre. Por más que ella le explicó que no había pedido nada, que no esperaba nada, (ni de Amazon, ni de la gente que la rodeaba, ni de la vida en general, pero no era plan de entrar en detalles con el repartidor, que ya ofrecía signos claros de impaciencia), no había duda: en el paquete constaban su nombre y dos apellidos, la dirección correcta, el código postal y uno de esos códigos QR que no dejan resquicio a la escapatoria. “Señora, es para usted, se lo habrá enviado alguien”.
“Alguien”. La palabra se quedó flotando en el aire como una pelota de tenis esperando una volea, pero nadie la remató. El repartidor se marchó sin despedirse, ella se quedó muda bajo el dintel de la puerta con el paquete en las manos y la palabra “alguien” cayó finalmente al suelo causando un gran estrépito. O, al menos, es lo que a Sandra le pareció.
¿Qué “alguien” le envía un paquete en el preciso instante en el que está preparando su suicidio? Esta circunstancia imprevista, este accidente en el guion, no le impediría llevar a cabo su plan. Ni retrasarlo. Así que dejaría el paquete sin abrir sobre la mesa del salón, allí se quedaría como un testigo de cartón de su huida de este mundo. “Para qué abrí la puerta”, se preguntaba, si no esperaba a nadie, “si nunca espero a nadie”.
Tenía el alcohol, las pastillas y un puñado de fotos de cuando ella era niña que miraba de vez en cuando buscando en ellas el momento en el que aún hubiera sido posible ser otra, intentando recordar si alguna vez, de cría, amó a un perro o a una muñeca o una regañina le provocó el llanto, o un regalo, emoción. Pero, por más que las escudriñaba, no lograba encontrar en aquel rostro infantil gesto alguno de felicidad o tristeza, de rabia, de impaciencia, de picardía. Sólo, océanos de tedio en sus ojos. Y allí estaba ahora, con todo el arsenal preparado para no volver a abrirlos nunca más. Y con un paquete de Amazon observando sus movimientos sobre la mesa de madera de cerezo.
Pero, ¿quién lo habrá enviado? ¿Qué habrá dentro? Será una promoción comercial, un regalo gancho de algunos grandes almacenes. ¿Papeles? ¿Documentación? La Administración no envía nada por Amazon, qué estupidez. Y, además, la caja es demasiado voluminosa para contener sólo papeles. Eso sí, no pesa apenas. ¿La abro y ya está? Venga, la abro, veo lo que hay y así me centro en lo que tengo que hacer, en lo verdaderamente importante, en lo único que tiene sentido, ciao, bye bye, adiós, no os echaré de menos, tampoco vosotros a mí, venga la abro.
Fue a buscar unas tijeras para rasgar la cinta que rodeaba el cartón, abrió las solapas de la caja y asomó la cabeza para ver el interior. No había nada. Hizo el ejercicio de volcarla para ver si caía algo, pero tampoco. Una caja anónima y vacía recibida en este momento. En este irrepetible y vulgar momento. La última broma pesada, la certificación de que debía quitarse de en medio de inmediato, la demostración palpable de lo absurdo de continuar viviendo.
Abatida en el sofá decidió tomarse unos minutos antes de retomar su intención. Cerró los ojos, los cerró muy fuerte, tanto, que le brotaron dos lagrimones. Pero qué es esto. No sabía llorar. Como todos, habría llorado, imagina, cuando fue bebé, pero no recordaba haber vertido una lágrima desde que tenía uso de razón. Y con el rostro, se le humedeció también la memoria o eso que llaman corazón.
Por su cabeza empapada empezaron a desfilar todas las mujeres de su sangre que habían sido antes que ella, como si la caja de cartón, que aún continuaba volcada sobre la mesa, fuera un proyector de cine de su propia prehistoria. Se le apareció su abuela Flora, que se ganaba la vida zurciendo los calcetines de los solteros del pueblo. Su tía Elena que guardaba una vía láctea de secretos susurrados. Dicen que se tuvo que marchar cuando la vieron con un hombre que no era el suyo y que empezó una nueva vida cerca de un mar, que tuvo otra familia, que el pecado que dejó atrás no le impidió ser feliz. En esta inopinada película no faltó su madre, Clara, jamás un nombre encajó peor con un ser humano. Clara era oscura, taciturna, noctámbula y con un corazón prematuramente marchito, que, de tanto regarlo con vino barato, se ahogó sin remedio al poco de nacer ella. Y Circe, su hermana, de todas las visitantes, la única que continuaba en este mundo. Circe y su melena roja, Circe inevitable tentación para los marineros en tierra que encontraban en su cabellera remedio para sus fiebres de amor.
Todas ellas la contemplaban desde lugares y tiempos remotos, y Sandra también las miraba y, en su mirar, intuyó que si ella ya no podía abrir los ojos, quizá había llegado el momento de que ellas le prestaran sus miradas, sus historias, sus vidas imperfectas, pero vidas al fin y al cabo. Tomaría prestados sus ojos, los de Elena, los de Circe, los de Clara, los de Flora, para asomarse a este mundo sin sentido, y todo eso lo pensó mientras las lágrimas le nublaban sus intenciones y la anónima caja de cartón observaba la escena sobre la mesa de madera de cerezo.
* Carmen Ruiz Fleta. Es periodista (Universidad de Navarra 2000). Actualmente es la Jefa de Informativos de Aragón Radio, aunque lleva casi 10 años ligada a la CARTV, donde ha dirigido durante dos años la televisión autonómica, en la que también estuvo al frente de sus informativos. Previamente trabajó en otros medios y gabinetes de comunicación y en tareas docentes. Se ha formado en gestión empresarial, así como en producción y comunicación cultural. Ha publicado seis libros de poesía. El último, en 2017, fue Vida doméstica, editado por Prensas Universitarias de Zaragoza.
* Clara Gómez Galeote. (Teruel, 1994) Ha vivido toda su vida en Teruel, excepto cuatro años que estudió en Valencia, Diseño Gráfico Publicitario y Realización Audiovisual. Profesionalmente se dedica a la fotografía y el audiovisual, haciendo de estas su trabajo y su vida. Llevando a cabo como Clara GG proyectos artísticos en solitario y en colaboración con compañeros desde 2016, pero con una cámara en las manos desde que le alcanza la memoria.