Julián Borraz Aranega
Por Mario Hinojosa *
Aquella noche sintió que se había impuesto el momento de revertir la postergación y las dudas, y con la distancia sideral que le daban cuarenta años de ausencia decidió adentrarse en el olivar. Escuchaba el tiempo imponiendo su ley y la masacre de las renuncias aflojándole el pantalón, mientras sobrevolaba el desequilibrio de los caóticos cinturones de tierra, y braceaba para despejar los matorrales del camino ahuyentando a los monstruos que aparecían en su cabeza una y otra vez, una y otra vez, pese a la felicidad, pese a todo. Volver a ese punto encapsulado de la memoria, afrontar el revés de una ausencia congelada en el tiempo le tenía atormentado. Su ritmo frenético y sus movimientos torpes aumentaban la multiplicidad de los ruidos y la sinestesia de las sombras. En cada paso inseminaba en su cerebro una perspectiva desoladora del abandono. ¿Qué esperaba encontrar? Sólo él lo sabía.
Hay frases fatídicas que lo cambian todo, y así recibió él la suya, pero de eso… hace tanto, fue una aventura iniciática, un amor de verano que se prolongó de alguna extraña manera. En la radio se escuchaba Status Quo, su madre leía El Invierno en Lisboa, y su padre conducía un DAF, pasado de cocaína, de desesperación, de tristeza, de frustración y de soledad. Su padre quiso ser boxeador, admiraba a Cassius Clay, lo vio ganar la medalla de oro en Roma, y se emborrachó, y deambuló por el Trastevere con una bella italiana, una chica morena, delgada, volcánica, con la que unos años más tarde volvería a su Alloza natal y tendría un hijo, ese que ahora busca en el olivar las cicatrices del pasado. Si cierra los ojos, todavía la puede ver en el mirador tirando una moneda al abismo de los olivares por encima del hombro, con una elegancia sutil, como si fuera Anita Ekberg en la Fontana di Trevi mientras le gritaba “Marcello”, ¡su pobre mamá!
Había algo perturbador en ese regreso, una suerte de masoquismo adolescente, el elixir narcótico del primer gran fracaso sentimental que le acompañaría siempre, luego vendrían más, muchos más, pero eso a él ya no le importaba. La única idea, el único concepto que no pudo domesticar fue el del amor, y ahora se trasferían desde el remoto torbellino de otra vida todas sus células invasoras.
La escena era penosa. Se arrastraba, se tropezaba y se caía como un contorsionista reumático, a tientas intuía el final, pero no veía nada, se iluminaba con el móvil, los destellos subían y bajaban de sus manos temblorosas, una lucha contra el olvido, una lucha contra sí mismo, contra sus recuerdos, ¿dónde quedaba el primer encuentro, la chispa que encendió la hoguera y que todavía le caldeaba el corazón, y le hacía franquear acequias, zanjas, que le hacía sonreír y emocionarse? Él lo sabía, quedaba lejos, muy lejos y no la podía volver a tocar, ya no la podía volver a tocar. Antes de que su nombre empezara a formar parte de la oscuridad, antes de que el hechizo de la niebla le cambiara las palabras, antes de que las pastillas le introdujeran por los laberintos equívocos del entusiasmo, llevaría a cabo su propósito.
Nunca superó la decepción de la infidelidad, nunca superó un amor tan devastador como único, prometió que no le importaría inmortalizar su cuerpo chocando con otro cuerpo, colisionando como dos asteroides fuera de órbita, y dijo que verlo se incorporó al compartimento estanco de un dolor privado, y no volvió a hablar de ello, no hubo reproches. La reacción furiosa se atenuó cuando tuvieron a su hija. Al poco, empezaron los primeros raptos de la amnesia, y aunque entre los olivares y la noche la sigue viendo a horcajadas sobre otro cuerpo, las consecuencias se han vuelto un débil hilo de sufrimiento.
Guiado por algún resorte secreto por fin dio con el olivo que buscaba, se acercó trastabillando, dispuesto a modelar el futuro con las piezas rotas del pasado. Miró el centro de la corteza, apenas se distinguía el corazón. Le pareció extraordinariamente infantil. Grabadas las iniciales, ella sería B. para siempre, la Beatrice de Dante, y él, C. el Cesare de “vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. La grafía, la plasticidad, la fecha 8 de abril de 1978. Recorrió el surco con su yema, con la huella digital de un anciano que sólo podía habitar ya en la frontera de los sueños.
De una mochila roja extrajo un cilindro del tamaño de un palmo, ¡pobre B.!, pensó, deletreó su nombre, y cavó un hoyo pequeñito, parecía que iba a albergar un minúsculo juguete. Abrió el cilindro y le dio la vuelta. Una cortina gris resplandeció en la penumbra y como un eclipse, opacó el perfil de las montañas, un viento ligero ascendió desde el suelo como una trasfusión momentánea de vida, y las cenizas se acomodaron en el agujerito con delicadeza como microscópicas plumas sucias.
Se había enfrentado a todos, había antepuesto la inteligencia y la ternura de B. a todas las circunstancias, había respondido a sus propios miedos con algo parecido al valor, pero ahora ya no quedaba nada que hacer, el amor volvía a ser esquivo, y balbuceante. La despidió: “Vuela allá, allá lejos; donde habite el olvido”.
* Licenciado en Humanidades. Autor de los libros de poemas Báratro (Eclipsados, 2009), Cosmorama (Ayto. de Teruel, 2012; ganador del LI Certamen Nacional de Poesía Amantes de Teruel), Pulgas Domésticas (Cordelería Ilustrada, 2014), Segunda regional (Comuniter, 2015), Pico del Buitre (Los Libros del Gato Negro, 2020) y Perchas (Olifante, 2021). Fractal es su primera novela.
Aquella noche sintió que se había impuesto el momento de revertir la postergación y las dudas, y con la distancia sideral que le daban cuarenta años de ausencia decidió adentrarse en el olivar. Escuchaba el tiempo imponiendo su ley y la masacre de las renuncias aflojándole el pantalón, mientras sobrevolaba el desequilibrio de los caóticos cinturones de tierra, y braceaba para despejar los matorrales del camino ahuyentando a los monstruos que aparecían en su cabeza una y otra vez, una y otra vez, pese a la felicidad, pese a todo. Volver a ese punto encapsulado de la memoria, afrontar el revés de una ausencia congelada en el tiempo le tenía atormentado. Su ritmo frenético y sus movimientos torpes aumentaban la multiplicidad de los ruidos y la sinestesia de las sombras. En cada paso inseminaba en su cerebro una perspectiva desoladora del abandono. ¿Qué esperaba encontrar? Sólo él lo sabía.
Hay frases fatídicas que lo cambian todo, y así recibió él la suya, pero de eso… hace tanto, fue una aventura iniciática, un amor de verano que se prolongó de alguna extraña manera. En la radio se escuchaba Status Quo, su madre leía El Invierno en Lisboa, y su padre conducía un DAF, pasado de cocaína, de desesperación, de tristeza, de frustración y de soledad. Su padre quiso ser boxeador, admiraba a Cassius Clay, lo vio ganar la medalla de oro en Roma, y se emborrachó, y deambuló por el Trastevere con una bella italiana, una chica morena, delgada, volcánica, con la que unos años más tarde volvería a su Alloza natal y tendría un hijo, ese que ahora busca en el olivar las cicatrices del pasado. Si cierra los ojos, todavía la puede ver en el mirador tirando una moneda al abismo de los olivares por encima del hombro, con una elegancia sutil, como si fuera Anita Ekberg en la Fontana di Trevi mientras le gritaba “Marcello”, ¡su pobre mamá!
Había algo perturbador en ese regreso, una suerte de masoquismo adolescente, el elixir narcótico del primer gran fracaso sentimental que le acompañaría siempre, luego vendrían más, muchos más, pero eso a él ya no le importaba. La única idea, el único concepto que no pudo domesticar fue el del amor, y ahora se trasferían desde el remoto torbellino de otra vida todas sus células invasoras.
La escena era penosa. Se arrastraba, se tropezaba y se caía como un contorsionista reumático, a tientas intuía el final, pero no veía nada, se iluminaba con el móvil, los destellos subían y bajaban de sus manos temblorosas, una lucha contra el olvido, una lucha contra sí mismo, contra sus recuerdos, ¿dónde quedaba el primer encuentro, la chispa que encendió la hoguera y que todavía le caldeaba el corazón, y le hacía franquear acequias, zanjas, que le hacía sonreír y emocionarse? Él lo sabía, quedaba lejos, muy lejos y no la podía volver a tocar, ya no la podía volver a tocar. Antes de que su nombre empezara a formar parte de la oscuridad, antes de que el hechizo de la niebla le cambiara las palabras, antes de que las pastillas le introdujeran por los laberintos equívocos del entusiasmo, llevaría a cabo su propósito.
Nunca superó la decepción de la infidelidad, nunca superó un amor tan devastador como único, prometió que no le importaría inmortalizar su cuerpo chocando con otro cuerpo, colisionando como dos asteroides fuera de órbita, y dijo que verlo se incorporó al compartimento estanco de un dolor privado, y no volvió a hablar de ello, no hubo reproches. La reacción furiosa se atenuó cuando tuvieron a su hija. Al poco, empezaron los primeros raptos de la amnesia, y aunque entre los olivares y la noche la sigue viendo a horcajadas sobre otro cuerpo, las consecuencias se han vuelto un débil hilo de sufrimiento.
Guiado por algún resorte secreto por fin dio con el olivo que buscaba, se acercó trastabillando, dispuesto a modelar el futuro con las piezas rotas del pasado. Miró el centro de la corteza, apenas se distinguía el corazón. Le pareció extraordinariamente infantil. Grabadas las iniciales, ella sería B. para siempre, la Beatrice de Dante, y él, C. el Cesare de “vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. La grafía, la plasticidad, la fecha 8 de abril de 1978. Recorrió el surco con su yema, con la huella digital de un anciano que sólo podía habitar ya en la frontera de los sueños.
De una mochila roja extrajo un cilindro del tamaño de un palmo, ¡pobre B.!, pensó, deletreó su nombre, y cavó un hoyo pequeñito, parecía que iba a albergar un minúsculo juguete. Abrió el cilindro y le dio la vuelta. Una cortina gris resplandeció en la penumbra y como un eclipse, opacó el perfil de las montañas, un viento ligero ascendió desde el suelo como una trasfusión momentánea de vida, y las cenizas se acomodaron en el agujerito con delicadeza como microscópicas plumas sucias.
Se había enfrentado a todos, había antepuesto la inteligencia y la ternura de B. a todas las circunstancias, había respondido a sus propios miedos con algo parecido al valor, pero ahora ya no quedaba nada que hacer, el amor volvía a ser esquivo, y balbuceante. La despidió: “Vuela allá, allá lejos; donde habite el olvido”.
* Licenciado en Humanidades. Autor de los libros de poemas Báratro (Eclipsados, 2009), Cosmorama (Ayto. de Teruel, 2012; ganador del LI Certamen Nacional de Poesía Amantes de Teruel), Pulgas Domésticas (Cordelería Ilustrada, 2014), Segunda regional (Comuniter, 2015), Pico del Buitre (Los Libros del Gato Negro, 2020) y Perchas (Olifante, 2021). Fractal es su primera novela.
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