Texto de Héctor Montón Julve / Fotografía de Guada Caulín
En aquellos años me gustaba subir al antiguo granero porque sentía que era un lugar privilegiado. Allí imaginaba historias que me ocurrían a mí o a gente que divisaba en la calle, pues a través de un pequeño ventanuco podía observar los tejados vecinos y parte de la plaza del pueblo. Era como estar en lo alto de una atalaya y verlo todo desde una aspillera, como ingresar en una especie de panóptico donde parecía imposible que alguien descubriera mi vigilancia. Aunque entonces yo no conocía esas palabras y tan solo jugaba a disparar flechas como había visto en las películas, o silbaba hasta que alguien se daba por aludido y entonces me escondía entre risas. Pero lo que más me gustaba era sentarme en una silla esganguillada y admirar las acrobacias que hacían ciertos pájaros con forma de media luna que anidaban en nuestra cornisa. Nunca se quedaban allí durante todo el año, solo cuando el sol empezaba a calentar y acababa el colegio y mi abuelo y yo paseábamos por el campo mientras él me enseñaba a distinguir las golondrinas de los aviones y de los vencejos. Estos últimos, creo, eran los que hacían de nuestro tejado su hogar en los meses de verano.
Sobre todo por las tardes se los veía descolgarse para hacer raudos vuelos de ida y vuelta, casi parecía que iban a chocarse cuando sus direcciones se cruzaban con absoluta sincronía y nuevas alas aparecían para hacer trayectorias similares. Así que yo me subía a observarlos mientras mi madre tendía la ropa y el olor a humedad impregnaba el desván. Luego de extender todas las prendas sobre las cuerdas que pendían del techo, me decía que bajara con ella, que era peligroso estar allí solo porque la casa era vieja y la ventana no tenía rejas. Pero yo suplicaba por quedarme unos minutos más saboreando los lanzamientos en búmeran de aquellas aves que, por aquel entonces, encerraban para mí un gran misterio. En alguno de nuestros paseos, mi abuelo me contó que los vencejos pasan la mayor parte del tiempo en el aire, ascendiendo a lo alto de los cielos para llegar incluso a dormirse mientras se deslizan entre las nubes; si fabrican nidos en las cornisas de las casas es solo para poner sus huevos y esperar a que nazcan las crías, que una vez tienen edad suficiente para volar, abandonan la que había sido su morada y no regresan nunca. Durante mucho tiempo pensé que mi hermana había hecho como los vencejos, que se fue del pueblo así sin más, porque era su naturaleza y ahora debía estar surcando el firmamento.
Recuerdo bien una de esas tardes en la buhardilla, aunque todas ellas se mezclan en mi memoria con una misma atmósfera, como si todas las tardes fueran la tarde y aquellos años se resumieran en una única fotografía en blanco y negro. Pero recuerdo una en particular, una que tuvo algo de diferente, aunque en ese momento no habría sabido explicar muy bien el qué. Creo que ocurrió un mes o dos antes de que mi hermana partiera, decidida a no volver. Como de costumbre, yo había acompañado a mi madre a tender la ropa, aunque mi verdadero propósito era reunirme otra vez con el vuelo zigzagueante de los pájaros y sus hipnóticos garlidos. Ella, por supuesto, estaba encantada de que le hiciera compañía, a pesar de que toda mi atención se dirigía hacia el ventanuco. Su conversación era continua, apenas interrumpida por algún monosílabo que yo emitía sin pensar, pero que reavivaba la cháchara. Tal vez debí haberla escuchado más; tal vez ella también debió observar lo que ocurría fuera.
Pasé tanto rato contemplando aquellas aves que acabé perdiendo la noción del tiempo, algo que, a decir verdad, me ocurría con frecuencia. Un sonido metálico proveniente de la iglesia me avisó de que pronto sería el momento de cenar, pero como faltaba gente por llegar, todavía me quedaban unos minutos. Aquella hora era fantástica porque el sol empezaba a hundirse tras el campanario y una luz intensa se colaba por la ventana e iluminaba casi toda la habitación. Los vencejos se distinguían entonces como sombras perfiladas en el destello, sus aleteos se tornaban fantasmagóricos, como vistos en el espejo de un praxinoscopio. De vez en cuando, se extendían en toda su envergadura y jugaban a tomar una u otra dirección inclinándose levemente. Luego descendían en picado y recogían el vuelo moviendo de nuevo sus feroces plumas. Yo no me di cuenta, pero mi madre ya se había bajado y esta vez no me dijo nada, quizá porque la costumbre había logrado que confiara, como confiaba cuando mi hermana llegaba más tarde de lo normal.
A veces trataba de concentrar toda mi atención en uno de esos pájaros y perseguirlo con la mirada, lo cual resultaba bastante difícil porque, como ya digo, pronto volvían a la cornisa y ahí les perdía la pista. Así que buscaba algo distintivo, como la cola desigual de aquel vencejo que, tras un par de piruetas, se encaminó hacia mí a velocidad vertiginosa. Su pico, apenas perceptible, parecía apuntar a mi entrecejo, e incluso llegué a asustarme cuando casi cruza la ventana y se estampa contra mi frente. Pero justo antes de colisionar, viró hacia la derecha y se dirigió a la fuente de la plaza para tomar agua en un vuelo rasante. Fue entonces cuando vi a mi hermana volviendo hacia casa, con pasos rápidos y la cabeza vuelta hacia detrás. Busqué de nuevo al pájaro tullido y lo encontré girando alrededor del campanario, pero luego insistió en beber de la fuente y otra vez me topé con mi hermana. Estuve a punto de chiflarle para, acto seguido, esconderme, de no ser porque otro silbido se me adelantó. Un tipo mayor, al menos a mí me lo parecía, se acercaba al trote por donde ella había venido.
El vencejo de la cola desnivelada seguía dando vueltas cerca de la fuente, renunciando a volver a su nido como los demás acostumbraban. Eso hizo que me diera cuenta de que el hombre que acompañaba a mi hermana estaba deslizando un brazo por su cintura mientras le acariciaba el pelo con la otra mano. Tenía la barba frondosa, mucho más que su cabello, que ya comenzaba a clarear. Los hombros anchos y la barriga opulenta; toda su ropa parecía demasiado sucia y desgastada. Como no di con el pájaro al que había estado siguiendo, observé un rato más la escena: los apretones forzosos, las caricias violentas, los empujones que no se llegaban a consumar. El tipo agarró una de sus piernas y a mí eso no me gustó nada, aunque no entendía muy bien por qué lo hacía ni qué buscaba debajo de su falda. Entonces volví a ver a mi pájaro elegido, que raspó una vez más el agua estancada de la fuente, como obligándome a mirar en esa dirección. Pero allí ya no había nadie o yo ya no lo podía ver desde el pequeño ventanuco. El sol caía y mi madre me llamó a la mesa. Si mi hermana no había vuelto aún, ya se calentaría después el plato.
Lo cierto es que, a día de hoy, creo entender mejor a los vencejos, o al menos a mi hermana, que, como ellos, decidió abandonar pronto el nido.
*Héctor Montón Julve (Teruel, 2000). Es un joven estudiante de Filosofía y Musicología, natural de Teruel, que ya a una temprana edad comenzó a interesarse por la literatura. Ha resultado ganador o finalista de algunos premios nacionales y provinciales, lo que le anima a seguir escribiendo.
* Guada Caulín. (Albacete, 1983). Aunque nació en Albacete, está enraizada en Teruel desde que tiene conocimiento. Formada en fotografía en Alcalá de Henares, ha sido autora de la exposición Criogénesis realizada a través de la SFT, y coautora, junto con Vega Latorre, de Enraizadas. Mujeres bajo un mismo cielo. Su último proyecto ha sido la ilustración del libro Eros y Thanatos con relatos de Elena Gómez.