Como a cualquiera que pasase su infancia en un pueblo hace unas cuantas décadas, me encantaba hacer casetos con mis amigos. Al principio, cuando éramos más pequeños, nuestras construcciones eran frágiles y efímeras. Las hacíamos con rudimentarias estructuras de cañas y palos que cubríamos con cartones y plásticos de sacos de abono, casi siempre del polivalente 15-15-15, llamado así porque tenía esos porcentajes de fósforo, nitrógeno y potasio entre sus componentes. Es curioso que me acuerde más de eso que de cualquiera de las enseñanzas de Química que me trató de inculcar años más tarde, sin éxito, Doña María Luisa. Solíamos adosarlos a la pared de la ermita o a la de algún pajar de las eras para ahorrarnos una de las cuatro paredes y para proteger un poco nuestra chabola de las inclemencias. Duraban poco, hasta que venía una tormenta fuerte o hasta que la pandilla de los que eran unas quintas más mayores que nosotros descubrían cada nuevo emplazamiento y nos lo destrozaban sin piedad, solo por joder. Hace más de cuarenta años de aquello, pero aún me repugna pensar en el maldito Dani, al que le sigue acompañando el apodo Rompecasetos desde entonces. Creo que el hecho de que haya acabado hinchado como un boto, alcohólico perdido y anclado de por vida a una máquina tragaperras y a un vaso de vino barato, es como una maldición que le perseguirá in aeternum por sus crueles y destructivas acciones de crío.
Casi como en el cuento de los tres cerditos, conforme nos hacíamos mayores y teníamos más fuerza y medios para construir, nuestros reductos fueron ganando en empaque, tamaño y confort. Pero nuestro asalto definitivo al mercado inmobiliario llegó un mes antes de mi decimotercer cumpleaños, al poco de morir Marceliano, un mozo viejo que vivía en una pequeña construcción de madera hecha por él en una ladera de la Muela, junto a la rambla, a un par de kilómetros del pueblo. Nunca tuvo trabajo fijo, se iba ganando la vida haciendo algunos jornales, vendiendo la miel de unas pocas colmenas que tenía y trapicheando con los abundantes restos de la guerra civil que había por el monte, una zona que él conocía como la palma de su mano. Una tarde de julio se lo encontró muerto Anselmo mientras pastoreaba su hatajo de ovejas por esa zona. Marceliano, que no llegó a cumplir los cincuenta, estaba sentado a la mesa, de bruces con la cara dentro del plato de puré de calabacín de su huerto que se estaba comiendo cuando le sorprendió traicioneramente un infarto, parece ser.
Sea como fuere, tras el fallecimiento de Marceliano, procedimos a ocupar la que había sido su vivienda. Como no tenía ningún familiar cercano y la casa estaba bastante apartada del pueblo, pensamos que tardarían una temporada en descubrirnos y echarnos de allí. El salto cualitativo en comparación con lo que habíamos tenido hasta entonces fue abismal. Aunque las paredes eran de tablas, la construcción era sólida. No tenía electricidad, pero era casi una casa de verdad, con su tejado de obra, su retrete, su hornillo de gas, sus ventanas con rejas y su casi de todo. Había también una pequeña mesa con unas sillas desvencijadas y un catre con un hundido colchón de lana donde se habían hecho fuertes algunos que otros chinches.
Allí echábamos horas y horas, era como un oasis en el que gozábamos de una independencia y una ausencia de autoridad que no podíamos tener en casa. Creo que a día de hoy tengo la tensión tan alta como resultado de toda la sal de las pipas que comí de crío. Era algo casi compulsivo, y recuerdo cómo se nos hinchaban los labios. Parecía casi que lleváramos los morros como los manguitos que usan los niños pequeños de hoy cuando aún no saben nadar, si bien es cierto que entonces ni existían, y que nuestra única herramienta para no perecer ahogados en la acequia o en el azud del río donde nos bañábamos en verano eran los neumáticos de tractor que nos regalaba Ramón el del taller. Aparte de pipas, en verano nos dábamos frecuentes atracones después de echar la galima en los huertos del pueblo y hurtar fresas, ciruelas, cerezas o melocotones. En ocasiones la fruta estaba aún verde, y al acompañarla de largos tragos de agua de la cercana fuente de la Abuela, los retortijones y las cagaleras eran inevitables.
Aquél fue también el sitio donde tuvimos nuestros primeros escarceos onanísticos, con el estímulo de las revistas pornográficas que le sustraía mi amigo Ramiro a su tío Pedro, el de la gasolinera. También nos servía de aliciente para nuestras fantasías eróticas la evocación de los pechos de Martina, la estanquera. Recuerdo con nitidez su blancura, enmarcada en un glorioso sol y sombra en el generoso escote cuadrado de su sempiterno vestido negro. Lo llevaba desde la muerte hacía un par de años de su marido Manuel en un fatídico accidente con la Ginsom a la entrada del pueblo, cuando se lo llevó por delante el camión de las gaseosas en el cruce. Mi padre solía mandarme al estanco a por un cartón de Ideales, pero yo prefería echar diez viajes y comprar los paquetes de uno en uno para disfrutar más veces de aquella visión de Martina agachándose hacia la parte de abajo del minúsculo mostrador. Sí que mostraba, sí. Aunque un día, sin previo aviso, vi que su vestido ya no era negro sino gris claro. Debían haber pasado los años preceptivos para poder ponerse ya de alivio de luto. Fue entonces cuando el contraste entre la tela y la blancura de su piel desapareció de repente, así como mi interés por la estanquera.
Un día, entre los numerosos cachivaches que atestaban la caseta de Marceliano encontré en una balda una pequeña lata roja de aluminio que me llamó la atención por ser diferente a otras de conservas que conocía. Mientras la estaba mirando con curiosidad, mi amigo Joaquín, que estaba en la otra parte de la estancia, me pidió que se la lanzara para verla. Así lo hice, pero se le escurrió de la mano y cayó al suelo, donde estalló con una tremenda explosión tras el impacto. Ese mismo día supe que lo que había reventado a Joaquín era una granada Breda de la guerra civil. No olvidaré nunca sus últimas palabras antes de expirar: “No se lo digas a mi madre”. Tampoco abandonarán nunca mi cabeza los acúfenos que padezco inmisericordemente cada segundo de mi vida desde aquella maldita explosión.
*JAVIER HINOJOSA. Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Zaragoza. Es profesor de inglés desde hace 28 años, los últimos 21 en la Escuela de Idiomas de Teruel. Ha hecho también algunos trabajos de traducción e interpretación y le gusta escribir relatos de vez en cuando, algunos de ellos han sido publicados por DIARIO DE TERUEL.
GUADA CAULÍN. (Albacete, 1983). Aunque nació en Albacete, está enraizada en Teruel desde que tiene conocimiento. Formada en fotografía en Alcalá de Henares, ha sido autora de la exposición Criogénesis realizada a través de la SFT, y coautora, junto con Vega Latorre, de Enraizadas. Mujeres bajo un mismo cielo. Su último proyecto ha sido la ilustración del libro Eros y Thanatos con relatos de Elena Gómez.