No pude hablar más. Justo en el momento en el que la palabra “cáncer” apareció en mi lenguaje cotidiano, se hizo gigante. Se instaló en mi lóbulo central e irradió hacia la lengua, paralizándola. Recuerdo montarme en el autobús de camino a la casa que habitaba en Barcelona y no poder decirle nada al revisor. Que mi vecina al llegar a casa me saludase y no poder más que mirarla incrédula, horrorizada. Solamente pensaba que me iba a morir.
Cáncer. Muerte. Cáncer. Muerte.
Treinta años y un cáncer que habitaba en mi pecho izquierdo, justo al lado del corazón, ese al que yo, como jueza implacable, premonitoriamente le había comunicado que dejaría de latir.
Llegué a casa y me esperaba mi pareja. Le miré a los ojos y abrí la boca hasta que emitió un gemido sordo. No sentí ni que fuera mío. Miré entonces el piso que me rodeaba, ese entorno que él y yo habíamos empezado a construir juntos y no lo sentí propio. No podía estar allí. Tenía que irme. Tenía que huir de esa ciudad. Tenía que irme.
Recogí todas las cosas que cabían en una maleta y pensé entonces en mi madre, en irme con ella. Ella vivía sola; el cáncer se había llevado también a mi padre de un cáncer de pulmón hacía cuatro años. Recuerdo verlo morirse en esa cama con un gotero de paliativos un 9 de julio. Había alegría en la calle, los niños jugaban al fresco del atardecer y las golondrinas venían a decir adiós desde el alero. Se fue tranquilo, pero tan frágil. Y mi madre se quedó con toda la culpa de no haber podido hacer más, de no poder salvarle, de no saber si se había despedido con el suficiente cariño. De no saber si había hecho lo correcto. Y yo iba a volver como una perra asustada, con el rabo entre las piernas, sabiendo que esta noticia iba a destrozarla.
Ese pensamiento me recorría los poros mientras metía lo justo que creía que iba a necesitar en una maleta. Cuando piensas que vas a morirte, hay pocas cosas que sean en demasía necesarias.
Mi pareja no entendía nada. Pero yo no sabía cómo expresarle que creía que me iba a morir. Que sentía que no podía hablarle. Que él ya no pertenecía a este mundo en el que la palabra cáncer había hecho aparición. Que él se quedaba en el mundo de lo bonito, de lo hermoso, del sexo, de las caricias, del perro que habíamos adoptado, de las noches eternas por el Raval. Que se iba a quedar atrás porque no quería que se infectara de mi mortandad. Me fui sin decirle nada. Dejé el piso recién comprado y me fui al pueblo.
Recuerdo entonces que el viaje se hizo una especie de línea recta. Al llegar, todo lo que estaba bullendo debajo fluyó como un manantial. Abracé a mi madre, lloré por fin, recuperé la palabra. Lo que continúa entonces es un trasiego de trámites, de tratamientos, de médicos. Una mastectomía a la que no quise añadir reconstrucción. Ansiedad. Mucha ansiedad. No encontraba concentración en ninguna lectura. Ni los programas más banales lograban entretenerme. Afronté la caída de cabello casi peor que la pérdida del pecho. Sobre todo porque hacía mi enfermedad más visible, me convertía en un objeto de pena ante los otros. Las frases como “esto te hará más fuerte” o “qué luchadora eres”, me hacían sentir cada vez más culpable porque yo no había pedido eso. Yo ya me consideraba fuerte antes. No tenía la necesidad de afrontar ninguna batalla y, sin embargo, había llegado hasta mis murallas. Acabé pidiendo una peluca; me sentía más vestida, más invisible. Pero llegó de nuevo el verano, las golondrinas, los niños del pueblo jugando bajo la ventana. Hacía mucho calor, y decidí salir un día sin peluca a la calle. Mientras caminaba me crucé con una madre y su hija, y vi como la niña me miraba absorta. Pensé en volverme a casa a coger la peluca. O a no salir más. Entonces fue cuando escuché de la boca de la niña:
Mira, mamá, parece una monja budista. ¡Nunca había visto una!
Fue todo un revulsivo, como lo son todas las cosas que no te esperas.
Empecé a buscar información sobre monjas budistas; yo, que no había pasado de la clase de yoga y sus meditaciones, comencé a leer sobre rituales, qué corrientes eran más tolerantes con la mujer, la vestimenta, cómo podía alguien convertirse al budismo. Se convirtió en mi obsesión. Iba a mis ciclos de quimio con meditaciones y charlas sobre budismo Mahayana, hasta que en la sala empezaron a llamarme también la budista, entre risas. No me importaba. En realidad, era lo único que me aliviaba, a lo que me aferraba hasta el próximo ciclo de quimio. Una nueva esperanza. Una superación al dolor que me rodeaba.
Hubo un cambio en mí. Empecé a salir con mi reluciente cabeza rapada a la calle, hice viajes a conocer templos budistas cercanos, fui a retiros, conocí a otras mujeres con la misma fe que estaba empezando a nacer en mí. Mientras todo eso pasaba, también pasó la quimioterapia, también pasó el cáncer y me anunciaron que todo estaba bien, que iba a tener que pasar revisiones de por vida, pero que iba a estar vigilada. Y me enfrenté entonces a una realidad que no había tenido en cuenta: no quería volver a Barcelona, no quería regresar a mi trabajo, no quería volver con el que fue mi pareja. No quería la vida que tenía antes.
A los ojos ajenos, pasé de ser una enferma a una loca. Alguien tremendamente egoísta. Alguien que dejaba caer una vida completa teniéndola entre las manos. Pero se olvidaban de que era totalmente consciente de lo que se pierde, porque yo ya sentí que lo perdía todo con mi diagnóstico. Todo, pero en el camino acabé recuperándome a mí.
Escribo esta carta años después desde 金静山 (Jīn Jìng Shān), un monasterio en las montañas de China. Cuando amanece, el cielo se torna de un dorado magnífico que llena de calma. Es tan etéreo que puedo sentir como colorea mi cuerpo en cada respiración. Ya he renunciado a todo, ya no recuerdo ni cuál es mi nombre. Pero no importa: mañana tendré uno nuevo. Me espera una túnica color azafrán, que me recuerda al hogar y siento, por fin, que he llegado a él. Una suave pelusilla rizada cubre mi cráneo ahora. La cicatriz en mi pecho que me recuerda que todo puede cambiar en un segundo.
Y pienso en la increíble capacidad de lo minúsculo para llevarnos a lugares que superan cualquiera de nuestras fantasías.
Mañana, con mi nuevo nombre, me raparán de nuevo la cabeza.
Y yo sonrío. Ya estoy preparada.
* Vega Latorre Fuertes (Monreal del Campo,1990). Coautora junto a Guada Caulín de la exposición Enraizadas, que aúna fotografía y prosa poética para hablar del arraigo femenino en las tierras del Jiloca.
* Teresa Villarroya (Teruel, 1967). Su trayectoria de fotografía está vinculada a los estudios del grado de Bellas artes. Su trabajo de fin de grado se basaba en fotografía y acuarela.