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‘Los sonidos del arte’, la doble dimensión  del patrimonio artístico del Aragón medieval ‘Los sonidos del arte’, la doble dimensión  del patrimonio artístico del Aragón medieval
Una de las acuarelas originales de Manuel Saz que ilustran la obra editada por el Instituto de Estudios Turolenses. Manuel Saz

‘Los sonidos del arte’, la doble dimensión del patrimonio artístico del Aragón medieval

Máximo Saz publica un ensayo en el que relaciona la música antigua con la iconografía
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El arte como manifestación de la belleza es uno. Las diferentes formas que adquiere, desde la música a la pintura, son en realidad dimensiones distintas de la misma cosa, y no se pueden comprender ni sus partes ni el sustrato cultural y humano en el que fueron creadas, sin tenerlas en cuenta a todas. Esta es una de las tesis fundamentales que defiende Los sonidos del arte, un ensayo sobre la relación entre la música y la iconografía medieval publicado por el Instituto de Estudios Turolenses. Su autor es Máximo Saz, musicólogo, humanista y uno de los componentes de ArteSonado, agrupación musical especializada en la recreación del antiguo repertorio musical sefardí y medieval.

Los sonidos del arte, cuyo antetítulo es Iconografía musical en el arte mudéjar de la Corona de Aragón, plantea una investigación acerca de la relación entre la música de la Europa medieval y las artes visuales, en particular la pintura. Su autor, que ha publicado el libro a partir de la tesis doctoral que realizó en el ámbito de la Historia del Arte, inicia desde Teruel un viaje a través de la Corona de Aragón a partir de la iconografía de motivos musicales que utilizaron los artistas de la Edad Media, visitando lugares como Florencia, Sicilia, Palermo, sur de Francia o Cataluña, donde muchos de los motivos pintados se repiten con casi total exactitud. “La música establece un nexo de unión entre territorios distantes, a través de esas representaciones pictóricas que aparecen en obras de arte muy importantes, algunas de ellas, como la techumbre de la catedral de Teruel, patrimonio de la humanidad”, explica Máximo Saz.

Para plasmar su investigación en el libro, Máximo Saz ha viajado por todos esos lugares del Mediterráneo siguiendo el ovillo que relaciona íntimamente el arte y la música en la Europa Medieval, “lugares que ubican a Teruel dentro del contexto europeo, y que además, y esto es muy importante, lo sitúan en un lugar privilegiado”.

El arte en realidad es uno

La tesis que trata de demostrar Los sonidos del arte es que arte visual y música no son artes separadas, ni tan siquiera complementarias, sino que son elementos que forman parte de un solo sistema, como piezas en una maquinaria. “Es imposible llegar a comprender completamente una obra artística o un periodo artístico si no escuchas la música que sonaba por aquel entonces”.

Esta afirmación no es una forma de hablar, y Máximo Saz lleva la interrelación entre la pintura y la música al ámbito científico. “Sonido y color son vibraciones. Son el mismo vehículo sensorial que emplea el arte”. Según el turolense, detrás de cada obra de arte hay un trabajo intelectual, pero también hay un trabajo físico cuyo objetivo es que pueda ser percibido por el espectador o el oyente. De hecho hay que entender que un espectador y un oyente son en realidad la misma cosa: en el primer caso se están captando e interpretando ondas entre 400 y 700 nanómetros -color-, y el segundo ondas mucho más grandes, desde 17 milímetros hasta más de 15 metros -sonido-. Las de luz son ondas electromagnéticas y las del sonido mecánicas, pero ondas al fin y al cabo.

“Luz y sonido no deja de ser lo mismo, una vibración, solo que cada una tiene su propio espectro y sus propios parámetros físicos”, asegura Saz. “Muchas veces los pintores pintan escuchando música. Es la música la que abre ese hemisferio intuitivo y emocional del cerebro, la que conecta su parte emocional con su parte intuitiva. Esa conexión podemos despertarla tanto con colores como con sonidos”.

La belleza de la perfección

Pensando en la música como una colección de vibraciones, cabe señalarla quizá como el ámbito del arte más científico u objetivable que existe, ya que, a diferencia de lo que sucede con las ondas de luz, las relaciones que existen entre los sonidos que todo el mundo percibe como consonantes -bellos cuando se combinan entre sí- tiene una relación matemática basada en números simples. Cualquier persona que escucha un do y, a continuación o simultáneamente, su do más agudo -intervalo de octava-, o un do y después un sol -intervalo de quinta justa- o un do y después un fa -intervalo de cuarta justa- percibe esos sonidos como consonantes, armoniosos: no hay nadie a quien le suenen desagradables -otra cosa es que si se reiteran acaben siendo previsibles y por tanto aburridos-. Y esto se debe a que la cuerda que produce ese do agudo está vibrando exactamente al doble de frecuencia que el do grave (relación 2/1); la nota sol vibra un tercio más rápido que el do (relación 3/2); y el fa vibra un cuarto más rápido que el do (relación 4/3). Por el contrario, si tras un do suena otro sonido que resulta de multiplicar o dividir su frecuencia por un número complejo, pongamos 824/127, sonará disonante y generará tensión.

Es como si tuviéramos un osciloscopio interno que, aunque no sepamos nada de música, no conozcamos los nombres de las notas ni los herzios a los que vibra cada una, sea capaz de detectar que las relaciones numéricas que existen entre dos vibraciones guardan relación matemática sencilla, en cuyo caso lo percibimos como una melodía agradable.

Pese a que la teoría clasifica los colores como complementarios y no complementarios, el fenómeno anterior no tiene lugar con el color. Si multiplicamos por 3/2 la longitud de onda del azul (450 nm) nos da un rojo anaranjado (675 nm), y el azul y el rojo anaranjado no son universalmente detectados como visualmente consonantes. Determinadas personas, épocas o corrientes estéticas los encontrarán bonitos o no cuando concurran conjuntamente. Y si multiplicamos por dos la longitud de onda de un verde (580 nm) no nos proporciona su octava justa visual, un color que sea distinto al verde pero tan consonante respecto a él que le demos el mismo nombre. De hecho nuestro ojo no es capaz de ver la luz con una longitud de onda de 1160 nm, porque pertenece ya al espectro infrarrojo. El que utilizan para comunicarse nuestro televisor y el mando a distancia.
 

Máximo Saz durante la presentación del libro. Salva Antón (Solmenorphoto)

El arte como ciencia

A este tipo de asuntos se dedica el libro en sus capítulos iniciales. “Pitágoras fue el primero que estableció esas proporciones matemáticas basadas en números sencillos que existen entre los sonidos consonantes, y por eso en Grecia la música estaba en la cúspide de las artes. En el cuadrivium -conjunto de disciplinas que componían el saber clásico- estaban la música, la aritmética, la geometría y la astronomía”, explica Saz. “Esto hace que la música tenga un componente divino, directamente conectado con Dios a través de la perfección de esas proporciones matemáticas -todas las civilizaciones antiguas han otorgado a la música un carácter mágico, una especie de regalo celestial-, pero al mismo tiempo es pecaminosa, ya que a través del ritmo y de sus melodías la música es capaz de despertar lo sensual y lo sexual”. “Yo siempre he pensado”, concluye en este sentido Máximo Saz, “que la música es lo que da la vida al arte plástico”.

Los griegos buscaban con denuedo la belleza y adoraban la perfección de la matemática. Y la cultura occidental es heredera de la tradición clásica. ¿Puede ser que el camino haya sido el inverso? ¿Que en lugar de encontrar musicalmente bellas las combinaciones perfectas entre vibraciones, la cultura clásica decidiera que lo bello tiene que ser necesariamente perfecto, y que nosotros hayamos terminado haciendo lo mismo por influencia de ellos, aún sin saber que detrás hay un entramado matemático? Para Máximo Saz es un tema complejo que escapa de la intención de su libro, pero apunta un dato sorprendente: “Se han encontrado flautas en yacimientos paleolíticos, con más de 40.000 años de antigüedad, en las que por los agujeros que tienen reprodujeron en su día las mismas proporciones musicales entre las notas que hoy en día seguimos percibiendo como consonantes y armónicas”. Esto significaría que siempre ha sido así, que tiene que ver con un elemento biológico y no cultural, “aunque después lo cultural y lo sociológico también intervenga”.

En la Edad Media, época en la que se circunscribe la investigación que Máximo Saz plasma en Los sonidos del arte, la música conserva como nunca esa naturaleza transmisora de la esencia divina, “no solo en la música religiosa, sino también en el repertorio trovadoresco. Porque aunque lo más conocido es el tópico del amor cortés, ellos todavía juegan con esa pureza de la expresión musical”.

En la Occitania, al sur de Francia, la música hace referencia a una espiritualidad que no viene dada por la Escolástica, la corriente teológica oficial de Roma, “sino que bebe de todo este origen mágico o espiritual de la música, y eso en la techumbre de la catedral de Teruel se representa de forma magnífica”, explica Saz.

La pintura románica tiende a percibirse como tosca en sus formas con respecto a la estética clásica -que representaba mucho mejor las proporciones y formas reales del ser humano- y que aflorará de nuevo a partir del Renacimiento hasta llegar a nuestros días. Eso no tiene que ver con una cuestión de pericia con el pincel, sino con que los artistas medievales otorgaban mayor valor a lo simbólico que a lo realista. Y pese a ello, Máximo Saz no duda en que la iconografía medieval tiene un importante valor documental. “Las representaciones musicales que se hacen en la Edad Media nos ofrecen mucha información útil, en cuanto a tipologías instrumentales, combinaciones de instrumentos o como testigos de en qué situaciones se empleaba la música”.

“A nivel sociológico llama la atención, por ejemplo, cómo en la catedral de Teruel hay representados muchos instrumentos de origen musulmán y muchos instrumentos de origen judío”, lo que confirma que efectivamente existió esa convivencia. “O en palacios nobiliarios, en un ambiente no religioso sino profano, llama la atención la gran cantidad de ángeles músicos. Esto demuestra que esa frontera entre lo religioso y lo profano, que en la música actual está perfectamente clara, en aquella época estaba mucho más desdibujada”.

Además un lutier puede intuir con bastante precisión las formas que tenían las fídulas o las cítolas empleadas en el siglo XII a partir de las pinturas mudéjares aragonesas, por más que el artista, en ocasiones, representara los instrumentos más pequeños o incluso con el mastir doblado o retorcido para que la composición le cupiera en el espacio previsto.

Siguiendo esa tesis de que no podemos soslayar la música que se escuchaba en cada periodo artístico para comprenderlo en su totalidad, hay otro elemento importante. Tenemos representaciones artísticas visuales tal y como fueron concebidas por sus autores de época medieval, romana, ibérica e incluso paleolítica, como las pinturas de Altamira, alguna de las cuales tiene 35.000 años de edad. Sin embargo no tenemos ninguna pista de cómo sonaba la música de hace tan solo 1.000 años.

Pese a que hay diferentes hipótesis, antes del siglo XI no existían métodos eficaces para escribir música que permitan reproducir sus melodías, y mucho menos tecnología capaz de registrar y reproducir sonido, por lo que la historia de la música comienza propiamente a partir de la Edad Media. En el siglo X comenzaron a crearse lenguajes para escribir música cada vez más eficaces, que lentamente fueron desembocando en la actual escritura musical. Pero que durante varios siglos no permitieron reproducir la música tan fielmente como puede hacerse a partir de una partitura escrita en el siglo XVII. ¿Significa eso que realmente no podemos saber cómo sonaba exactamente la música medieval, sino solo imaginarlo?

“Lo que hacemos es interpretar”, explica Saz. “Partimos de la base que tenemos, que en el caso medieval se limita a una línea melódica, y que va ofreciendo más precisión rítmica conforme avanzas en el tiempo”. “Precisamente en ese campo juega un papel importante la iconografía musical, porque gracias a las pinturas podemos saber cómo se arropaban instrumentalmente las líneas melódicas, que habitualmente eran melodías cantadas”.

En muchas fuentes iconográficas que Saz ha explorado en su obra aparece “la combinación de cordófonos, de cuerda punteada y frotada, y en otros casos se incluyen instrumentos de percusión. Gracias a esas fuentes puedes reconstruir el colchón instrumental que acompañaba a esas piezas melódicas escritas, que es exactamente lo que hacemos en ArteSonado”.

Sin embargo en esa reconstrucción también tienen un papel protagonista la intuición del músico investigador, intuición que procede precisamente de su conocimiento como músico. Una vez más la perfección y la belleza están entrelazadas, y Máximo Saz cita a Platón en La República: “Aquel que ha sido educado musicalmente como se debe es el que percibirá más agudamente las deficiencias y la falta de belleza, tanto en las obras de arte como en las naturales”.

Esa intuición que posee el músico del siglo XXI le lleva por el camino adecuado para reconstruir el puzzle de una composición musical, a partir de las piezas incompletas que proporciona la notación musical primitiva anterior al siglo XVII. “No obstante no pretendemos reproducir tal cual lo que fueron esas músicas, porque eso es imposible. Lo máximo a lo que podemos aspirar es a hacer una reinterpretación lo más informada posible”.

Y para conseguirlo hay que “desaprender lo aprendido”, según Saz, porque “venimos de una tradición muy extensa, que ha pasado por toda la ornamentación barroca y los diferentes periodos”. Pero además hay que entender que no sabemos con exactitud cómo sonaban los instrumentos utilizados, cuán distintas eran las afinaciones empleadas, y que la música escrita que nos ha llegado del medievo representa un porcentaje muy pequeño de la que realmente se escuchó, “y además estaba muy relacionada con las capas sociales poderosas y educadas”. “Pero precisamente por eso lo poco que nos ha llegado es una auténtica joya del patrimonio y hay que prestarle una atención muy especial”, matiza el investigador.

Una prima italiana

Sin pretender serlo, la obra es además un libro de viajes que conecta Teruel con el resto del ámbito de la Corona de Aragón por el Mediterráneo, y pone de relevancia la riqueza patrimonial del conjunto.

Entre los lugares más especiales que visita el libro, Máximo Saz destaca Palermo, donde Saz viajó para estudiar la Capilla Palatina. Callejeando entró en el Palazzo Steri, una fortaleza tardomedieval donde descubrió una techumbre “prima, por no decir hermana, de la techumbre de la Catedral de Teruel”. Pese a ser un siglo posterior y tener en el trazo un anuncio del Renacimiento, “el parecido era tan absoluto que me sobrecogió. En ese momento entiendes que somos familia directa, pese a estar separados por muchos kilómetros”.

Otro de los lugares excepcionales es la propia Capilla Palatina de Palermo, donde también se percibe esa conexión de culturas, o una villa renacentista en Fiesole (Florencia) en la que “los suelos están construidos con madera de los galeones de la Armada Invencible española, las puertas son de piedra extraída de palacios de los Reyes Católicos y las esculturas renacentistas allí las tienen por castigo”, describe Saz. “Pero”, y enfatiza profundamente ese pero, “de todo eso, lo que tienen allí como la auténtica joya es una techumbre mudéjar de Teruel”, que según las hipótesis probablemente perteneció al Palacio de los Sánchez Muñoz -donde actualmente se levanta el Casino-, y que formó parte del material expoliado en las primeras décadas del siglo XX.

Para un público amplio

Aunque los músicos, los musicólogos y las personas especializadas en el ámbito de la historia medieval disfrutarán especialmente de Los sonidos del arte, en realidad el libro persigue un público más amplio: “Cualquiera que sea capaz de disfrutar de la belleza del arte, o cualquier turolense que crea que es importante proteger nuestro patrimonio”, asegura su autor. “Es un libro concebido para disfrutar por su contenido y por las ilustraciones que contiene, que están puestas allí para hablarle al lector”.

En este sentido hay que destacar que Los sonidos del arte está ilustrado con acuarelas inéditas de Manuel Saz, padre del autor y acuarelista turolense. Cada capítulo empieza con una frase y el pintor se inspira en ellas, ambientándose también en la iconografía musical medieval, para ilustrar el comienzo de cada uno. En total son diez acuarelas, una por capítulo, más la acuarela de portada. Y además se aporta numeroso material fotográfico, ya que todas las referencias artísticas de las que se habla, “obras muy importantes”, están documentadas fotográficamente, in situ por el propio autor.

La obra de Máximo Saz ha sido editada por el Instituto de Estudios Turolenses, donde puede adquirirse. Por el momento no se encuentra en librerías.

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