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EFE/ Kai Forsterling

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Fabiola Hernández
Empezó a llover; limpio, transparente, como siempre. Me asomé a la ventana. El viento bamboleaba las gotas, las arrojaba contra las paredes, cada vez más fuerte. Como tantas veces.

Cada cierto tiempo, el cielo parece enfadarse con nosotros, como si no le gustara que viviéramos debajo, pisando su tierra, bebiendo de sus ríos, comiendo las naranjas de sus árboles. Nada que no hubiera visto en cientos de ocasiones. Pero aquella tarde la lluvia se oscureció, la luz no podía atravesarla. Se hizo de noche cuando no debía hacerse de noche. El viento estaba cada vez más furioso. Mientras seguía asomada a la ventana, una ráfaga me escupió con rabia, me mojó la cara y el pecho. Me encanta que me salpique la lluvia, pero no así, no como si quisiera vengarse de mí, de todos los que mirábamos el temporal protegidos en casa.

A ciegas, y con el cielo rugiendo como un animal herido, la tormenta se transformó en un monstruo insaciable. Lo supe antes de verlo llegar. Dejó de oler a tierra fresca mojada por agua limpia, olía a esa humedad rancia que corroe las paredes de las casas y las entrañas de los animales. Empezó a hacer frío. Eso creo. Yo me quedé helada y fue entonces cuando sentí que se paraba el tiempo. No sé si pasaron tres minutos o tres horas desde que vi aparecer a lo lejos al ogro de furia y fango hasta que engulló las vidas de todos los que osamos desafiarlo, aunque nuestra afrenta hubiera sido tan inocente como cruzarnos en su camino.

Yo tuve un segundo piso y un minuto en el que refugiarme, por eso solo se llevó mi aliento. Ahora mi cuerpo vaga en un mundo de barro, intentando sacar de él la rabia que trajo el agua y que es más difícil de limpiar que el lodo.

(Como lo más hondo que hago en mi vida es escribir y como creo profundamente en el poder de la ficción para ayudarnos a enfrentar el mundo y la vida, este pequeño relato es mi modesto homenaje a las víctimas de la Dana de Valencia).