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Fabiola Hernández
Las tardes de otoño son quizás las mejores para pasear. Si el cierzo no arrecia y la lluvia no lo impide (en esta tierra desgraciadamente eso apenas sucede), la luz dorada y el fresco ese que se queda en la piel y no cala hasta los huesos crean una atmósfera especial que invita a caminar e inevitablemente a pensar. 

Andar es uno de los primeros logros del ser humano meses después de nacer y a menudo, una de las últimas renuncias a la que nos obliga la vida. Entretanto, moverse oscila entre una necesidad y una filosofía. 

Decía Nietzsche que los mejores pensamientos son los paseados (algo parecido) pero no hace falta ser uno de los filósofos más relevantes de la historia para darse cuenta de que deambular abandonado al entorno hace que nuestra mente se ordene sola. Sobre todo, caminar a ninguna parte sin buscar nada, mimetizarnos con la Naturaleza que nos invita a abandonarnos a nuestros pasos. Soltar igual que los árboles dejan caer las hojas y aguardar a que llegue el invierno para recogernos en calma.

Para un buen paseo, la orilla del mar está sobrevalorada. Casi siempre demasiado inclinada, y con una brisa que en otoño ya eriza la piel. Prueben a escuchar las hojas crujir en la orilla del río, a atender el bullicio de la ciudad cuando se empieza a debilitar, a observar los pájaros que se despiden porque a ellos, eso es verdad, no les gusta el invierno. 

Paseando encontrarán el camino correcto, ese que les lleva a ninguna parte, y lo sabrán porque habrán dejado de medir el tiempo. “No controlar el paso de las horas durante toda una vida es vivir para siempre” decía Robert L. Stevenson. Pero quizás eso sea pedirle demasiado a un paseo. 

Un momento de paz en medio del zarandeo constante al que nos somete nuestro tiempo, un modesto acto de rebeldía ante las prisas impuestas, un regalo barato en una vida tan cara que nos cuesta la salud. Andar sin pensar para pensar mejor, que no para rendir más. Esa es otra historia y no ayuda a vivir mejor.