Leí una vez que la verdadera diferencia entre las personas está entre aquellas que cuando se levantan presuponen la vida y las que no. No tengo nada que objetar ante esa verdad absoluta. Pero de vuelta al primer mundo, entre sus privilegiados habitantes (normalmente a salvo de una puñalada, un disparo o una hambruna) hay una diferencia vital: quienes tienen el don de dormir a su antojo y quienes no.
Dormir no es solo un proceso fisiológico absolutamente imprescindible para regenerar nuestras funciones vitales, dormir es esencial para poder sobrellevar la vida. No se puede estar 24 horas al día siete días a la semana en este mundo. Eso es insoportable. Hay que huir unas siete u ocho horas cada jornada. Eso recomiendan los médicos… a los pobres, se sobreentiende. Quienes no tengan que trabajar cada día, deberían dormir por los que no podemos.
En esa huida al reino de Morfeo es el único lugar donde nos encontramos con nuestros verdaderos sueños: momentos de esplendor y de miseria, de miedo y de euforia. Por ejemplo, saltar de una ventana y aprender a volar antes de llegar al suelo; o ahogarte, experimentar la angustia de tu propia muerte, y volver para contarlo. Odiar o amar a alguien que no sabes que odias o amas. Todo es posible y nada es trascendente: libertad en estado puro. ¿No es ese el mayor anhelo del ser humano? Libertad, no en el sentido de actuar por voluntad propia, de poder elegir, esto es mejor aún: nada de lo que haces dentro de un sueño tiene consecuencias.
Cuánto más duermes más libre eres. Si pudiera pedir un deseo al genio de alguna de mis lámparas (jamás ha aparecido, pero no pierdo la esperanza) yo pediría poder dormir a mi antojo. Cuánto más pasa el tiempo, menos lo consigo, y me asusta que llegue el día en que me canse de estar despierta. ¿Siempre alerta para qué? Acaso me va a atacar alguien más peligrosamente de lo que me ataco yo misma. Cuánto menos duermo más miedo tengo, ya lo he dicho, a cansarme de estar siempre despierta.