El verano era merendar un melocotón maduro, aparar con la boca esa dulzura inconfundible de fondo ácido que te abría tanto las papilas que te dolían. Lavarte hasta el codo la pelusilla que te había dejado en la piel aun sabiendo que solo te la quitarías en la ducha, el río o la piscina.
El calor implacable de agosto olía a sandía, pero cuando ese aroma lo impregnaba todo, sabías que había respiro, que la brisa, la sombra y el melón bueno afortunadamente también eran el verano, claro, que además había que comerse el malo, porque tirar no se tiraba nada. Al día siguiente, el sol salvaje te volvería a estampar contra el sofá si tenías más de catorce años (a la infancia no hay meteoro que la doblegue), pero eso estaba tan lejos como el propio día siguiente.
Antes te esperaban la noche con chaquetica, las risas compartidas de complicidades fuera de hora y las charradas que no eran charradas porque esas cosas eran de abuelas. Eso, y tomar la fresca, incluso aquellas noches que lo único fresco eran las batallitas o esas otras en las que las palabras se congelaban. No es un tópico, yo he visto nevar un 31 de agosto en Visiedo.
Reconozco que aquel matacabras azotando veraneantes fue una excepción, lo que realmente llenaba mis veranos eran las tormentas. Truenos, temor, granizo y agua que formaban ríos nuevos donde nunca los hubo y devolvían la vida a los que habían muerto en junio. Quienes nacimos a la vera del Alfambra aprendimos a confiar, sabíamos que tenía el poder de morir y volver a nacer en verano. Es fácil no temer a las tormentas cuando las ves a través de la ventana, salvo aquella en la que mi padre subió asustado las escaleras y nos prohibió salir de casa. El neurólogo Facundo Manes asegura que cada vez que evocamos un recuerdo para contarlo, lo modificamos. Será verdad.
No tengo fotos comiendo fruta o debajo de la lluvia, es decir, no tengo pruebas. Pero les aseguro que mis veranos saben a melocotones maduros y a sandía, y huelen a tormenta mirando al río esperando a que reviva.