Segolene Royal tiene razón, nuestros tomates bio son incomibles. Lo son para los españoles. No porque sean malos, como ella quiere hacer creer a sus conciudadanos, si no porque la gran mayoría no los podemos pagar. Igual que sucede con esos grandes y saludables bombones rojos, pasa con manzanas, ciruelas o melocotones de calidad premium, que se exportan a franceses y alemanes mientras en España se exponen como productos de lujo a la vista de todos y al alcance de muy pocos. ¿Cuántas veces han pasado por una frutería-joyería y han girado la cabeza para que no les abduzca el escaparate? Una vez entré en una. Salí con unas cuantas piezas que pesarían poco más de un kilo y quince euros menos en el bolsillo.
Lo mío fue un capricho de un soleado sábado por la mañana en el que intentaba comerme el incipiente verano que ya se respiraba en la calle. Hagan la cuenta de lo que hubiera costado el mismo antojo para una familia de cuatro miembros. Más que la extravagancia de la semana, el paso por la frutería habría supuesto el desembolso del mes; como si se hubiera estropeado la lavadora. Ya en mi casa, mientras sacaba de la bonita bolsa de papel reciclado las diez cerezas más dulces y jugosas que había probado nunca, pensé en los hacedores de aquellos tesoros, porque así los había pagado, como preciadas alhajas sacadas de una cueva custodiada por un genio malvado.
Meses después, miles de magos del campo desfilan por las carreteras europeas aireando el cabreo acumulado durante años, quemando neumáticos y gritando desesperados que o les llega una parte proporcional de precio indecente que los consumidores pagamos por sus productos, o simplemente se acabarán. La sequía, desafiando las leyes de los mercados, nos coloca a todos periódicamente a las puertas del cadalso, pero a los agricultores siempre más cerca. Los responsables de organizar el tráfico hacia el final del estado del bienestar solo se asuntan cuando barruntan el humo de los incendios cerca de las urnas; de momento, queda lejos, pero yo huelo a tomate quemado.